Rafael Bautista: el mito del mestizaje


Por Rafael Bautista, Resumen Latinoamericano 20 de febrero de 2022

EL MITO DEL MESTIZAJE: CRÍTICA AL SISTEMA DE CATEGORÍAS DE LA CONSCIENCIA PERIFÉRICA

Una crítica1 des-colonial2 al mestizaje, supone exponerlo desde una perspectiva no siempre abordada en su tematización. Y ello se explica, en parte, porque lo que debiera desplegarse, en cuanto abordaje crítico, es la consideración ontológica de los supuestos que envuelven al mestizaje, en cuanto proceso de constitución que atraviesa una subjetividad; constitución que supone una des-constitución, y que determina el tipo de subjetividad producida. Esto supone poner a consideración crítica los contenidos de ese tipo de determinación.

Siendo lo moderno el horizonte de expectativas del proceso de mestizaje, una descripción analítica de este proceso no puede dejar de lado la tematización del horizonte que presupone. De lo contrario, toda descripción acaba, reductivamente, en una óptica claramente culturalista, y toda conceptualización se diluye en la mera representación de un proceso transitivo de asimilación unívoca; sin nunca tematizar los supuestos mismos que implica ese proceso y lo que significan en la también constante persecución de contenidos identitarios. Esto, por lo demás, es usual en el campo de las ciencias sociales reducidas a procedimientos deductivos de principios ya establecidos; los cuales, siendo punto de partida de toda investigación, nunca son puestos en suspenso y menos a revisión crítica.

Ya Heidegger señalaba que los cientistas no saben lo que hacen aunque lo hagan muy bien. Esto por la merma de auto-reflexión epistémica de la metodología propia de las ciencias particulares. Esto quiere decir que, llevar al ámbito de la reflexión categorial, el carácter ontológico del proceso de asimilación sistemática que manifiesta el mestizaje, sólo podría ser abordado críticamente desde una reflexión metodológica que despliegue, en todas sus determinaciones, una “crítica al sistema de categorías de la racionalidad moderna3. Porque el mestizaje, en su propia especificidad histórica, no es una transitividad abstracta sino el modo de asimilación por subsunción que produce, en sí misma, una subjetividad (en proceso de determinación) para constituirse en subjetividad moderna.

Abordar el mestizaje dentro de esquemas culturalistas ha devenido siempre en su naturalización, como un fenómeno ineludible y hasta fatídico (cuya aceptación no sería más que un supuesto realismo inequívoco). Esto ha significado que, en este proceso de asimilación por subsunción, así como las materias primas y los recursos energéticos de toda periferia tienen como destino el usufructo exclusivo y unilateral del centro4, así también se produce una suerte de transferencia de valor, ya no sólo económico sino hasta vital que hace la periferia al centro; porque si, en definitiva, es la propia humanidad periférica la que transfiere plusvalor al centro, lo hace siempre y, en definitiva, como plus-vida, que supone la auto-negación de la periferia, para la afirmación constante, acumulativa y concéntrica del centro, como reafirmación ya no sólo de su centralidad sino de su “superioridad” en términos absolutos.

Cuanto más humano aparece el centro menos humana se considera la periferia (la des-constitución de la periferia es la otra cara de la constitución y re-constitución del centro), y esto porque esa transferencia de riqueza que hace la periferia contiene, de modo sistemático, la capitulación y auto-anulación que la propia periferia hace de sí misma, dando lugar a una dialéctica de transferencia de humanidad que es, en última instancia, lo que transfiere la periferia. La acumulación exponencial de capital no significa sólo riqueza física sino energía vital que despoja como composición orgánica de su crecimiento. Por eso la dicotomía centro-periferia le es consustancial a la acumulación concéntrica de un sistema económico pensado como “ciencia de los negocios”. Clasificar el trabajo y los recursos mundiales supone, de ese modo, el lucro unilateral de una disposición desigual e injusta de un mundo clasificado antropológicamenteNo hay centro sin periferia. Esto quiere decir que es la periferia el soporte real y humano de la centralidad del centro. Para afirmarse el centro necesita negar a la periferia pero, con el fenómeno novedoso de la colonialidad (que no es el clásico colonialismo5), es la propia periferia la que se encarga de su propia auto-anulación. La transferencia de valor es entonces transferencia de humanidad: el plusvalor transferido resulta explícitamente en trasferencia de plus-vida, y de ello es que se alimenta, en definitiva, el desarrollo del centro.

Cuanto más humano aparece el centro menos humana se considera la periferia

Esto es posible por algo que es consustancial a la propia modernidad: la naturalización de las relaciones de poder y dominación global. En ese sentido, la clasificación antropológica que produce la racionalidad moderna (en cuanto eurocentrismo) es el horizonte mítico que despliega el racismo en todas sus determinaciones6. En el ámbito de la ciencia, que es el que nos interesa, funda no sólo los horizontes de inteligibilidad de la ciencia moderna sino, a su vez, las propias condiciones trascendentales de objetividad que supone todo análisis; esto quiere decir que, es el propio horizonte mítico-simbólico, el que preña a la racionalidad moderna de los prejuicios que anidan en ese horizonte.

El racismo, en cuanto clasificación antropológica de la humanidadnaturalizando las diferencias culturales (y no como mera discriminación fenotípica del diferente, siendo ésta una mera consecuencia), constituye y funda la Weltanschauung propia de la subjetividad moderna. O sea, constituye todo un marco categorial7 que hace posible que la subjetividad moderna se auto-comprenda como “superior” y establezca, en sí misma, las fronteras de lo humano. Por eso la subjetividad moderna comprende que todo lo pre de lo pre-moderno establece no sólo una relación de anterioridad sino, sobre todo, de inferioridad. La modernidad necesita inferiorizar todo otro mundo cultural para aparecer, en el supuesto curso evolutivo que funda su clasificación antropológica, como lo superior, definitivo y culminación de lo humano.

En ese sentido, el mestizaje se determina como el proceso de asimilación unívoca que atraviesa una subjetividad todavía no determinada –como “humana”– para aparecer transitivamente, en un proceso de modernización, como “humana”. Lo cual se traduce en una mala infinitud (para usar terminología hegeliana), porque los criterios de clasificación que adopta señalarán siempre su inferioridad, es decir, su humanidad puesta en duda y, por ello mismo, en un proceso de nunca acabar, tratará siempre de demostrar dramáticamente algo que, en definitiva, no es. Por eso no se trata de una asimilación inocente. La asimilación es coactiva, pues si la propia humanidad está puesta en duda, entonces asimilarse a lo constituido como lo humano significa despojarse de lo-suyo-de-sí, de su humanidad negada, para encajar en los moldes prescritos por una antropología jerárquicamente establecida, donde su inclusión será siempre subalternizada.

Raymond Monvoisin, Elisa Bravo Jaramillo de Bañados, mujer del cacique

Una crítica des-colonial descompone el carácter fetichista de la racionalidad moderna y relativiza el carácter absoluto de su pretendida “superioridad”. Históricamente procede al desmontaje sistemático de su horizonte mítico8 que, como contenido fundacional de sus presupuestos lógicos, manifiesta, por procedimientos hermenéuticos, la profunda carga ideológica de sus más arraigadas certezas y certidumbres.

Una vez que el horizonte mítico de clasificación antropológica de la modernidad es asumido filosófica y científicamente, entonces puede prescindirse de aquél, mediante su secularización lógico-racional; de ese modo aparece universal, siendo la formalización de sus contenidos, la abstracción necesaria para auto concebirse más allá de todo tiempo y espacio. En ese sentido, la expansión global de la modernidad (una vez constituida en “centro desarrollado” y constituyendo a su periferia como “periferia subdesarrollada”) se produce, en cuanto economía, como capitalismo, y como política y como derecho, como liberalismo; pero la expansión no se consuma si no es acompañada por la radicalización de la conquista. Esto quiere decir la re-significación del colonialismo en cuanto colonialidad. De este modo, la naturalización de las relaciones de poder y dominación estructural-mundial adquieren estabilidad y permanencia histórica.

Es en ese sentido que, el discurso del mestizaje, forma parte constitutiva de la cosmogonía9 de la modernidad que, en la imagología de las elites subalternizadas, nace como la imagen idílica del “encuentro de dos mundos”. Por reiteración cultural y pedagógica, forma parte del conjunto de mitologías legitimadoras del mundo moderno, y está destinado a la constitución de la subjetividad de los dominados en cuanto consciencia periférica. Esto se produce mediante un proceso de asimilación por subsunción, que destaca una suerte de capitulación emancipatoria y que se podría describir como el movimiento satelital de una consciencia cuya referencia ya no descansa en sí misma sino en un centro que ya no es sólo referencia sino hasta razón de ser de esta consciencia periférica.

Por eso la consciencia periférica se debate en las fronteras del ser, actuando como celoso centinela de aquella demarcación ontológica, porque se trata también de una demarcación antropológica, ya que establece, a su vez, las fronteras de lo humano. El mestizo se constituye en consciencia periférica porque asume esa demarcación en su propia subjetividad, encarnando la “misión civilizadora” que se propone la modernidad, a la hora de expandir su proyecto exponencialmente global. Por eso retrata la condición del “sujeto barrado”, pues esto quiere decir que vive una contradicción sin resolución posible, porque la única resolución que ve consiste en la anulación de lo más propio. La única resolución consistiría en advertir que aquella contradicción no lo es (porque no se trata de negarse sino de asumirse desde la exterioridad10 que no tolera la totalidad cerrada del sistema-mundo moderno); pero desde su constitutividad en cuanto consciencia periférica es precisamente lo que no puede realizar.

Esto señala metodológicamente un distanciamiento de todos los tratamientos usuales que se hace a la problemática del mestizaje. En la actualidad se ha vuelto un discurso de reafirmación de la contradicción; porque por más que se quiera reivindicar la presencia de dos culturas en una nueva identidad, ésta siempre se comprende, a sí misma, como objeto de un proceso de asimilación cultural que se dispone a la renuncia de uno de sus componentes como precio de esa asimilación. Por eso se trata de una asimilación por subsunción, pues renunciar a una parte de sí es admitir una identidad bifurcada, sin posibilidad de proyecto propio, pues a lo que renuncia es precisamente a aquello que podría actuar como lo más novedoso de su propia constitución identitaria. Pues una consciencia periférica es precisamente la constatación de que ésta no puede producir movimiento existencial por sí misma (y, por lo tanto, tampoco puede darse direccionalidad histórica y utópica propia) sino aquel siempre y uniforme desplazamiento como la simple referencia a un centro ajeno.

El mestizaje no es entonces un “encuentro” y tampoco resuelve nada sino que encubre y acrecienta la contradicción mediante una sofisticada mitología que produce una racionalidad fetichista parida desde una clasificación antropológico-racial que encarna el mestizo y que carga como fatalidad ontológica (el ser es, por eso es y se sabe centro, el no ser no es, por eso es constituido como periferia). Esa clasificación produce una naturalización de la dominación, de modo que es, en su propia subjetividad, donde aquella naturalización se debate dramáticamente entre afirmar la “superioridad” moderna y negar la “inferioridad” india. Esa dicotomía original ahora –el mestizo– la entiende en los términos siempre dicotómicos de desarrollo-subdesarrollo. Y es lo que manifiesta que el proceso de asimilación del subdesarrollado en el mundo del desarrollo es posible sólo por subsunción. Para ser admitido por el centro sólo puede hacerlo desde un disciplinado movimiento satelital que le transfiere al centro una plus-valorización de éste mediante el sistemático despojo de vida de la periferia.

Esta transferencia de plus-vida que se produce en la auto-negación de humanidad del ámbito periférico es lo que en definitiva se transfiere como plus-valorización del centro. De ese modo la modernidad se constituye como la administración antropológica y ontológica de esa centralidad ejercida como dominación sobre el resto del mundo; el sistema-mundo moderno es impensable sin la disposición geopolítica centro-periferia que, lejos de ser una mera disposición espacial, se constituye en una acabada clasificación antropológica y ontológica de la humanidad.

El ámbito periférico, desconstituido de toda referencia propia, gira existencialmente en torno a un centro que se constituye ahora en el paradigma de vida que persigue la propia periferia; de ese modo la propia existencia de la periferia se diluye en la dramática opción de incluirse a toda costa y llegar a ser como el centro; pretensión que anula su posibilidad de superar su condición periférica, pues no hay centro sin periferia y toda inclusión es sólo posible por subsunción. Esta situación es la que describe a la propia consciencia periférica de una subjetividad que ya no parte de sí (como autoconsciencia de su condición periférica) y, en consecuencia, no puede superar su condición subalternizada, es más, en el empeño de “querer ser lo que no es y despreciar lo que sí es”, anula la fuente de la posible superación de su condición periférica.

Las trampas que se propina la consciencia periférica en la renovación del discurso culturalista del mestizaje, busca remediar su situación “fronteriza” en la ilusa afirmación limítrofe del no man’s land. Ahora se concibe como un ángel caído, sin historia ni memoria; se afirma como una novedad pura, sin contaminación histórica y, como tal, no hace sino reafirmar su siempre continua modernización; su egoidad auto-centrada en cuanto ego-centrismo, retrata su pretensión de ser como el centro que le niega; pero, para comportarse como centro debe buscarse una periferia y, de ese modo, reproducir (ahora sobre otros, que son los suyos) la dialéctica de la dominación.

el mestizo se apunta como el agente fronterizo que, en el ámbito periférico, se encarga de vigilar las fronteras de lo humano. Se autodefine no como indio ni como k’ara, pero su programa

De ese modo el mestizo se apunta como el agente fronterizo que, en el ámbito periférico, se encarga de vigilar las fronteras de lo humano. Se autodefine no como indio ni como k’ara, pero su programa de vida consiste en una modernización siempre actualizada. Ya no necesita referirse a la dicotomía civilizado-bárbaro, pero ahora, el desarrollo y el progreso modernos, constituyen el horizonte emancipatorio que anhela.

Una nueva “extirpación de idolatrías” persiste en su horizonte de expectativas, como la nueva religión secularizada que abraza como proyecto de vida: el catecismo de la ciencia le impulsa ahora a limpiar, en sí mismo y en su entorno, todo obstáculo que pueda frenar el tren del progreso infinito.

Si la dicotomía centro-periferia es la secularización de la dicotomía originaria del mundo moderno, como civilizado-bárbaro o, más acabadamente, como superior-inferior; su pretendida opción neutra de presentarse como algo nuevo queda desdecida por esta reafirmación decidida de los más profundos prejuicios modernos. Por ello su apuesta delata la trágica dialéctica de asimilación por subsunción; el mestizaje consiste en eso: el proceso de su propia modernización no es gratuita, le cuesta el negar la parte sustancial de su propia identidad.

Pero el mestizo, atrapado por el sistema de categorías que constituyen a una consciencia en consciencia periférica, concibe la identidad como un añadido que se puede ir produciendo en la facticidad misma; pero la facticidad no se da al margen de la historia y, quien pretenda partir de su propia auto-referencialidad, en realidad, parte de la nada. Se parte siempre de la historia y todo individuo presupone un mundo de la vida y éste presupone la historia. En tal sentido, la identidad ya le constituye de modo ante-predicativo y pre-lógico desde la gestación misma; nace dentro de una temporalidad singular y dentro de una espacialidad que no constituyen paisaje sino, sobre todo, memoria histórica. No es un arrojado en la existencia sino un enfamiliado en un entorno vital que le recibe como parte suya.

La identidad es el cuenco desde donde puede abrirse al contexto universal, porque toda nueva experiencia sólo puede ser apropiada si tiene algo ya constituido como ámbito de recepción de toda experiencia. Por eso la identidad no es algo que le confina al encierro cultural sino el locus desde-donde es posible toda apertura existencial.

Partir de la historia, desde la asunción sin prejuicios de una identidad ya no barrada, consistiría en des-centrar la centralidad del sistema-mundo moderno y, consecuentemente, superar la fatalidad satelital de la consciencia periférica. Pero aspirar a algo que significa la propia auto-negación es aquello que describe el proceso de modernización por el que apuesta, en última instancia, el mestizo. Ha subjetivado tan bien los prejuicios modernos que, lo que podría constituirse como fuente de un nuevo impulso vital, novedoso y alternativo a la decadencia civilizatoria del centro –o sea, del sistema-mundo moderno–, queda arrinconado a un pasado sin trascendencia alguna. Lo indio ya no constituye algo deseable, porque no sólo ha sido negado y excluido, sino inferiorizado; en consecuencia, por más que el mestizo se atavíe folclóricamente de algo indígena, jamás impulsaría la forma de vida que presupone aquello. No se asume indio ni k’ara, pero lo único que podría impulsar, porque es lo único que le aparece como posible y deseable, es la radical modernización de su proyecto de vida.

Esta transferencia de plus-vida que se produce en la auto-negación de humanidad del ámbito periférico es lo que en definitiva se transfiere como plus-valorización del centro. De ese modo la modernidad se constituye como la administración antropológica y ontológica de esa centralidad ejercida como dominación sobre el resto del mundo; el sistema-mundo moderno es impensable sin la disposición geopolítica centro-periferia que, lejos de ser una mera disposición espacial, se constituye en una acabada clasificación antropológica y ontológica de la humanidad.

El ámbito periférico, desconstituido de toda referencia propia, gira existencialmente en torno a un centro que se constituye ahora en el paradigma de vida que persigue la propia periferia; de ese modo la propia existencia de la periferia se diluye en la dramática opción de incluirse a toda costa y llegar a ser como el centro; pretensión que anula su posibilidad de superar su condición periférica, pues no hay centro sin periferia y toda inclusión es sólo posible por subsunción. Esta situación es la que describe a la propia consciencia periférica de una subjetividad que ya no parte de sí (como autoconsciencia de su condición periférica) y, en consecuencia, no puede superar su condición subalternizada, es más, en el empeño de “querer ser lo que no es y despreciar lo que sí es”, anula la fuente de la posible superación de su condición periférica.

Las trampas que se propina la consciencia periférica en la renovación del discurso culturalista del mestizaje, busca remediar su situación “fronteriza” en la ilusa afirmación limítrofe del no man’s land. Ahora se concibe como un ángel caído, sin historia ni memoria; se afirma como una novedad pura, sin contaminación histórica y, como tal, no hace sino reafirmar su siempre continua modernización; su egoidad auto-centrada en cuanto ego-centrismo, retrata su pretensión de ser como el centro que le niega; pero, para comportarse como centro debe buscarse una periferia y, de ese modo, reproducir (ahora sobre otros, que son los suyos) la dialéctica de la dominación.

el mestizo se apunta como el agente fronterizo que, en el ámbito periférico, se encarga de vigilar las fronteras de lo humano. Se autodefine no como indio ni como k’ara, pero su programa

De ese modo el mestizo se apunta como el agente fronterizo que, en el ámbito periférico, se encarga de vigilar las fronteras de lo humano. Se autodefine no como indio ni como k’ara, pero su programa de vida consiste en una modernización siempre actualizada. Ya no necesita referirse a la dicotomía civilizado-bárbaro, pero ahora, el desarrollo y el progreso modernos, constituyen el horizonte emancipatorio que anhela.

Una nueva “extirpación de idolatrías” persiste en su horizonte de expectativas, como la nueva religión secularizada que abraza como proyecto de vida: el catecismo de la ciencia le impulsa ahora a limpiar, en sí mismo y en su entorno, todo obstáculo que pueda frenar el tren del progreso infinito.

Si la dicotomía centro-periferia es la secularización de la dicotomía originaria del mundo moderno, como civilizado-bárbaro o, más acabadamente, como superior-inferior; su pretendida opción neutra de presentarse como algo nuevo queda desdecida por esta reafirmación decidida de los más profundos prejuicios modernos. Por ello su apuesta delata la trágica dialéctica de asimilación por subsunción; el mestizaje consiste en eso: el proceso de su propia modernización no es gratuita, le cuesta el negar la parte sustancial de su propia identidad.

Pero el mestizo, atrapado por el sistema de categorías que constituyen a una consciencia en consciencia periférica, concibe la identidad como un añadido que se puede ir produciendo en la facticidad misma; pero la facticidad no se da al margen de la historia y, quien pretenda partir de su propia auto-referencialidad, en realidad, parte de la nada. Se parte siempre de la historia y todo individuo presupone un mundo de la vida y éste presupone la historia. En tal sentido, la identidad ya le constituye de modo ante-predicativo y pre-lógico desde la gestación misma; nace dentro de una temporalidad singular y dentro de una espacialidad que no constituyen paisaje sino, sobre todo, memoria histórica. No es un arrojado en la existencia sino un enfamiliado en un entorno vital que le recibe como parte suya.

La identidad es el cuenco desde donde puede abrirse al contexto universal, porque toda nueva experiencia sólo puede ser apropiada si tiene algo ya constituido como ámbito de recepción de toda experiencia. Por eso la identidad no es algo que le confina al encierro cultural sino el locus desde-donde es posible toda apertura existencial.

Partir de la historia, desde la asunción sin prejuicios de una identidad ya no barrada, consistiría en des-centrar la centralidad del sistema-mundo moderno y, consecuentemente, superar la fatalidad satelital de la consciencia periférica. Pero aspirar a algo que significa la propia auto-negación es aquello que describe el proceso de modernización por el que apuesta, en última instancia, el mestizo. Ha subjetivado tan bien los prejuicios modernos que, lo que podría constituirse como fuente de un nuevo impulso vital, novedoso y alternativo a la decadencia civilizatoria del centro –o sea, del sistema-mundo moderno–, queda arrinconado a un pasado sin trascendencia alguna. Lo indio ya no constituye algo deseable, porque no sólo ha sido negado y excluido, sino inferiorizado; en consecuencia, por más que el mestizo se atavíe folclóricamente de algo indígena, jamás impulsaría la forma de vida que presupone aquello. No se asume indio ni k’ara, pero lo único que podría impulsar, porque es lo único que le aparece como posible y deseable, es la radical modernización de su proyecto de vida.

Por reVISTA

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