
Las guerras que Colombia vive desde hace cinco décadas, primero urbanas hasta 1993 y después rurales, se deben al consumo de cocaína en EE. UU. Aunque ha habido aportes de gobiernos estadounidenses a la paz de Colombia, han sido exiguos y nulos en los últimos años.
Se ha construido una especie de división del trabajo frente a la lucha contra los productores y comercializadores de cocaína: Colombia pone el dinero y los muertos en la lucha; EE. UU. pone el consumo.
El consumo en EE. UU. y el creciente consumo en Europa son responsables de 300.000 asesinatos en Colombia y de un millón de muertos en América Latina.
En los años de mi gobierno, cuando se hizo el mayor esfuerzo contra los narcotraficantes, deteniendo la expansión de los cultivos de hoja de coca, estos solo crecieron un 3 % en 2024. La mitad de los cultivos, desde hace tres años, están abandonados en la selva, como lo señala el informe de la ONU. Hemos incautado, como nunca en la historia, más de 2.800 toneladas de cocaína, con ayuda de agencias de inteligencia europeas y norteamericanas, a las que pedí la mayor colaboración sin afectar las leyes nacionales.
Entonces se quita la única ventaja que se le había dado a Colombia en esta lucha desigual: las ventajas arancelarias, que en el gobierno de Trump se volvieron nulas y ahora se amenazan aún más. Así destruyen todo pacto posible sobre la lucha contra los narcotraficantes, cuyos fondos financieros en el mundo no son perseguidos.
Le propongo a Trump lo contrario: quitar aranceles a la producción agropecuaria y agroindustrial de Colombia para fortalecer la producción lícita agraria; invertir en la reforma agraria para que el campesinado acceda a tierras fértiles cerca de las ciudades y no adopte la selva como forma de sobrevivencia; estimular los espacios comerciales en EE. UU. para comprar, mediante contratos a largo plazo, productos agrarios de las zonas de sustitución de cultivos en Colombia; legalizar la exportación de cannabis como cualquier otro bien, dada su exclusión de la lista de sustancias peligrosas en la ONU; fortalecer la política de prevención al consumo en EE. UU.; estudiar científicamente si es necesaria la prohibición o, más bien, promover un consumo responsable y regulado por el Estado; y construir un tratado más eficaz de persecución de capitales y bienes de los narcotraficantes en el mundo.