¡Amalaya, la Duncan!, en esas calles de San Juan del Guarataro, quien descalzó la danza coreográfica para echarla a volar a la altura de su prodigio, pero cambió de paisaje trágicamente casi al llegar a los cincuenta años, un 14 de septiembre de 1927, en Niza, Francia, a un costado del mar Mediterráneo. Murió atrapada en el grito de los espectadores ambulantes, cuando era imparable la prisa y la brisa sobre el automóvil por los andenes de aquella alegría desencajada. Una imitada coreografía de lo inesperado flameaba la delicada chalina de Isadora. Una bufanda coloreada a mano, diseñada y regalada por su amiga María Desti era suficiente como para envolver su cuello y su cuerpo, y llegaba hasta fuera del Bugatti —como nombraba Isadora al vehículo— hasta hacer tope y enredarse en el rin trasero del coche, halándola y provocándole un fiero adiós de este mundo. “Si pudiera decir lo que quería decir, no habría razón para bailarlo”. “Danzar es sentir, sentir es sufrir, sufrir es amar. Usted ama, sufre y siente; usted danza” (Isadora Duncan).
Nacía Isadora Duncan en San Francisco, California, un 27 de mayo de 1877, donde habían llegado sus padres desde Irlanda. Se interesó a una edad temprana por el baile, lo que terminaría siendo su pasión. Tanta era su adoración que abandonó los estudios y se incorporó a la escuela de danza que había creado su madre como manera de sostener el hogar, ya que el divorcio de los padres produjo una situación económica difícil. Este hecho influyó, al parecer, en el alejamiento de la familia de la fe que habían profesado, al extremo de que Isadora asumió en declaraciones, ya adulta, ser una atea convencida.
Sus biógrafos no la veían más que como una niña solitaria y retraída que solía jugar en la playa mientras observaba el mar, pero el movimiento recurrente e imprevisto de las olas lo trasladaría a su propuesta artística, imaginando bailes acompañados por el curso múltiple, según los vientos, de las aguas acumuladas de historia en la bahía de San Francisco. En el libro autobiográfico Mi vida (1927), la creadora de la danza contemporánea escribió sobre su mayor influencia: “Nací a la orilla del mar. Mi primera idea del movimiento y de la danza me ha venido seguramente del ritmo de las olas”.
Cuando Isadora llegó a la adolescencia, la familia se fue a Chicago, donde ella estudió danza clásica. La familia padeció un fuerte percance y perdió todo en un incendio. De inmediato, la familia se trasladó nuevamente, esta vez a Nueva York, donde Isadora ingresó en la compañía de teatro del dramaturgo Augustin Daly. A los dieciséis años, ya estaba en la ciudad que se proyectaba como el símbolo cultural por excelencia, el lugar más apropiado para crecer y dar a conocer cualquier propuesta artística de avanzada.
En 1898, el padre de Isadora murió, junto a su tercera mujer, Mary, y su pequeña hija Rosa, de solo doce años, en el trágico naufragio del SS Mohegan.
En 1921, Serguéi Aleksándrovich Yesenin conoció a Isadora Duncan, con quien bailó la oportunidad del equilibrio al son de la frescura de un gran amor correspondido. La gran bailarina y el gran poeta de origen campesino se unieron oficialmente como pareja el 2 de mayo de 1922 y viajaron por Europa Occidental y Estados Unidos. En este último país, sometido por el Ku Klux Klan, la discriminación racial y el anticomunismo expresado bestialmente en las políticas de irrespeto a los derechos humanos del macartismo, fueron acosados y obligados a exiliarse por comunistas. Yesenin, debido a su vida tormentosa, se refugió en el alcoholismo y regresó a su país en mayo de 1923, en un desborde de nostalgia por Rusia. Al final, se separaron esas dos soledades diametralmente opuestas, nada más unidas por una gran impresión y necesidad.
Tras fracasos, recomienzos y breves amoríos con la actriz Augusta Miklashévskaya y con Galina Benislávskaya, el poeta se volvió a casar, esta vez con Sofía Andréyevna Tolstáya (nieta de León Tolstói), en septiembre de 1924. Esta unión duró unos meses. Ese año, la poeta y traductora Nadezhda Volpin dio a luz a un niño, Aleksander Yesenin-Volpin, hijo del poeta y futuro matemático disidente de la URSS. El tormento parecía una precondición de vivir en vidas signadas por las consecuencias de una letal angustia. El desdén es otra cosa. “Pudiésemos llegar a ser infieles, pero nunca desleales”, diría tal vez García Márquez en estas resumidas y lamentables historias.
El 27 de diciembre de 1925, Yesenin se suicidó por ahorcamiento en el hotel Angleterre de Leningrado. Fue enterrado el 31 de diciembre. Dejó escrito un poema de despedida dirigido a su amigo, el poeta Volf Ehrlich. Vladímir Mayakovski, el gran poeta ruso, conmovido ante tan doloroso desenlace, le compuso un poema a Serguéi Yesenin, donde la despedida de Yesenin (“… morir en esta vida no es nuevo, / pero tampoco es nuevo el vivir”) es reconstruida por estos otros versos: “En esta vida, morir no es difícil, / construir la vida es más difícil”.
Mayakovski, posteriormente, en una conferencia, dijo que la revolución exigía “que glorifiquemos la vida” del poeta. Sin embargo, el propio Mayakovski, firmante del Manifiesto Futurista, “una bofetada al gusto público”, se suicidaría el 14 de abril de 1930 de un tiro en la sien, a los 37 años de edad. “Lilí, ámame, perdóname, no me olvides, defiéndeme, no me abandones, aunque esté muerto”. “Han pasado tantos años desde la muerte de Volodia…”, diría su compañera. “Lilí, ámame”. “Yo le amo, cada día, él habla conmigo en sus versos”, también dejaría escrito Lilí Brik —actriz, bailarina y escultora, una de las mujeres más cultas e inteligentes de su tiempo— en un texto publicado en 1978, donde hablaba de Mayakovski.
Todos estos acontecimientos tal vez fueron forjando una sensible personalidad con mayor conmoción en lo más íntimo de Dora Ángela, Isadora Duncan, aunque no para tener tan increíble final. Aquellos bailes cargados de erotismo y desbordada fortaleza en sus pies desnudos no merecían ser orillados y golpeados de esa manera. Esa sabiduría acumulada en los genes, quién sabrá desde dónde, como si todo lo bailado cambiara universalmente en su próxima coreografía. Impredecible, liberada y anticonvencional, parecía venida del fondo de las tormentas, de cálidas aguas vecinas y de ceremoniales originarios del futuro. Era —y es todavía— una de las más atrevidas rompedoras de esquemas de la danza convencional, y el más sensual cuerpo de baile, de conmovedora estética.
En cualquiera de los escenarios naturales o creados por donde bailó con sus pasos magistrales, expuso sin rubor de atavíos su danza, pero tempranamente nos fue arrebatada por el mismo aire que la vio volar. El ángel de la danza moderna, el fénix de lo clásico-greco, había aparecido como de la nada y como si nada se nos iba. Autodidacta mayormente en su estilo y propuesta, enfrentó todos los obstáculos, que en ocasiones le sobredimensionaron, y en otros, la abatieron, injuriándola. Aunque a mucho costo, finalmente triunfó en su pasión. Su adiós bien pudiera haber tenido puesto en un trazo de los cielos de Vincent van Gogh o un sentimiento al más triste recuento de Julius Fučík. Esas pérdidas brutales de los imprescindibles, al decir del poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht (1898-1956). Pero solo fue simple y coincidente lo trágico, mas no la lágrima y la desfachatez brusca de malponer la belleza. Una tela delicada la colgó del color para ponerle fin a su fiesta de ida, dando inicio al mito de ser eternidad, que no la suplanta ni nos la devuelve.
Unos catorce años antes de su muerte, en 1913, en el río Sena, abierto como siempre a la poética de los amorosos, sus dos hijos habían sido pasto también de la tragedia. Morían al caer el vehículo en el que viajaban a la boca de aquellas aguas, arremolinando más inevitables dolores en sus recuerdos.
Sus cenizas reposan en el camposanto de Père-Lachaise en París. Allí quedaron los restos de coreografías que no pudieron tener acceso a nuevos escenarios, su danza radical, fresca, nueva, casi espontánea y natural que, a pesar del puritanismo que la asediaba y la crítica conservadora que la perseguía, no evitaron que fuera el ícono de la danza del siglo XX. Todos los avatares que tuvo que superar, desde el seno mismo de la familia desestructurada, no pudieron desmerecer el ser inmortalizada en aquel verso síntesis de Aquiles Nazoa: “Abatiéndose como una purísima paloma herida bajo el cielo del Mediterráneo”. Bailar es salir de prisión a codearse con la alegría subestimada de los pueblos.1
Carlos Angulo
Referencia:
1Del libro: Angulo, C. (2023). Aquiles y adagio del primer adiós. Caracas: Editorial Tinta Papel y Vida.