Las dos Doctrinas Monroe, de 1823 a Donald Trump


GERÓNIMO PÉREZ RESCANIERE

8 MARZO, 2024

La Doctrina Monroe es el nombre del expansionismo norteamericano, su formulación escrita, pero existió desde muchísimo antes de 1823 y está activa, quizá tanto como en sus momentos más álgidos, en estos días de 200 aniversario, cuando el asunto del Esequibo tanto nos ocupa. No es nuevo el expansionismo pero se puede estudiar y nos podemos sorprender al encontrar en acción sus mismos componentes activados hoy bajo los nombres de TIAR (Tratado interamericano de asistencia recíproca) y OTAN (), las dos i postaciones, distintas y opuestas de la política internacional norteamericana.

Los potenciales expansionistas  canaleros norteamericanos, por ejemplo, habían llevado a Wolfang Goethe a bajar desde las abismales reflexiones del Fausto sobre el destino del intelectual y la conveniencia o inconveniencia de venderle el alma al diablo, para analizar problemáticas geopolíticas y escribir a su amigo Alexander Humboldt  lo siguiente:

“  … haciendo uso de las aguas del Golfo de México se arriba fácilmente a Panamá. Ello está reservado al futuro y a un espíritu emprendedor. Dudo mucho que la joven potencia de los Estados Unidos deje escapar la oportunidad de emprender el trabajo dada su decidida predilección por el Oeste. En treinta o cuarenta años habrán ocupado y poblado la tierra más allá de las Montañas rocosas. En ese caso les será no solamente deseable sino  necesario poseer una rápida comunicación entre las partes este y oeste de la América del norte, útil para barcos mercantes y de guerra,  que substituya el tedioso, desagradable y costoso viaje hasta el Cabo de hornos. Lo repito, es absolutamente indispensable para los Estados Unidos  cruzar del Golfo de México al océano Pacífico y  estoy seguro que así sucederá”.

Ahí está pintada la problemática que opuso a Bolívar con los Estados Unidos y premonizado el robo de la mitad de México sin la menor simpatía por la víctima. No hicieron falta treinta o cuarenta años para que  los Estados Unidos se tomaran la mitad de México, bastaron diecinueve. Respecto a Panamá  correría un trecho de tiempo más largo, hasta 1903, para su robo definitivo, pero para garantizárselo los norteamericanos con el tratado Mallarino-Bildack bastaron 18. Thomas Jefferson no se queda atrás, como lo ilustra José Gregorio Linares ilustremente, enumerando sus apetitos: “En política exterior afirmaba “Nuestra confederación debe ser considerada como el nido desde el cual toda América, así la del Norte como la del Sur, habrá de ser poblada”. Agregaba; “aunque nuestros actuales intereses nos restrinjan dentro de nuestros límites, es imposible dejar de prever lo que vendrá cuando nuestra rápida multiplicación se extienda más allá de dichos límites, hasta cubrir por entero el continente del Norte, si no es que también el del Sur.”

Humboldt no necesitaba que Goethe le incitara a pensar el anexionismo de Estados Unidos sobre México, documentó a Jefferson sobre las riquezas de aquel país, las mayores del mundo, y sobre los factibles canales centroamricanos que lo harían fácil y rentable y sobre el río Sabina, hoy Rio grande, óptimo para invadirlo.

Tantas manos en el plato

Pero no sólo los Estados Unidos estaban interesados en el plato hispanoaericano, también Francia y sobre todo Inglaterra tendían hacia allá sus manos, no se veía a los países que independizaban Bolívar, San Martín o Antonio José de Sucre como independientes. Había chances, pensaban. Examinemos el intento de Francia, comandada por René de Chateaubriand.

Poeta famosísimo y político aficionado, siempre cercano a posi­ciones de conservatismo, fue François René de Chateaubriand. Llegado a canciller de Francia, movilizó un intento de colocar príncipes franceses en México, Perú y Colombia. El suyo fue un proyecto ultrasecreto, pero algunos datos suministra  en su libro Congrès de Vérone, Guerre d´Espagne, Colonies espagnols.

En la página 456 se informa:

«Nos representábamos dos o tres monarquías borbóni­cas en América haciendo a nuestro beneficio el contra­peso a la influencia del comercio de los Estados Unidos y la Gran Bretaña».

Varios cronistas han narrado que Simón Bolívar y Chateaubriand se conocieron en París. El futuro Libertador circulaba en aque­lla ciudad en 1805, frecuentemente acompañado de su maestro Simón Rodríguez. Fiesteaba mucho, según sus biógrafos para ol­vidar su dolor de viudo recién casado. Se le ha descrito asistiendo a los salones de madame Custine, madame Stael y madame Reca­mier, donde habría conocido al poderoso y muy glorioso poeta, entonces cercano a Napoleón. Como dato anexo a esto está que en 1806 Simón Rodríguez publica una traducción de Atala, narración escrita por Chateaubriand. Ello implica conocimiento de traductor y poeta y casi seguro conocimiento del poeta y Bolívar. En 1805 Bolívar cruzó Italia a pie junto a Simón Rodríguez, viaje en el que «siguió el romántico itinerario de Chateaubriand». En el Monte Sacro pronunció un juramento de neto sabor romántico, de dedicar su vida a luchar por la Libertad de la América Española.

La vida separó a Bolívar y Chateaubriand pero es factible que el poeta haya participado de los planes napoleónicos sobre América, también que se haya mantenido distante. En todo caso sólo después de la muerte del corso aparece formalmente su plan monárquico. El proyecto chateaubrianesco es distinto en algunos puntos al de Bonaparte. Si aquél ve a Napoleón como el emperador que coexistirá con el imperio del norte, éste se centra, para lo relativo a Colombia, en Simón Bolívar como monarca y para Bue­nos Aires y Chile, en José de San Martín. En el próximo artículo de esta serie se abordará el intento francés con sus componentes rusos, hoy de moda en los miedos europeos.

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