El asesinato de Sucre


José Gregorio Linares[1]

El viernes 4 de junio de 1830 como las ocho y cuarto de la mañana es asesinado Antonio José de Sucre. Cuatro disparos de fuego cruzado en el cerro de La Jacoba, en el sitio de La Venta, en el camino hacia Berruecos, terminaron con la vida del Gran Mariscal de Ayacucho : “la cabeza mejor organizada de la nación, el mejor general de la República, y el primer hombre de Estado”, según Bolívar. (Diario de Bucaramanga).

Una muerte anunciada

El asesinato fue planificado y ejecutado por los enemigos del Libertador, quienes temían que Sucre continuase su legado y consolidara su obra. No podían permitir que un líder de la causa bolivariana asumiera el poder y reimpulsara el proyecto político enarbolado por el Libertador; proyecto que consiste en evitar el desmembramiento de la República de Colombia (constituida por las actuales Venezuela, Nueva Granada, Panamá, Ecuador y Guayana), la defensa de la soberanía nacional ante la injerencia foránea, la promoción de la unidad suramericana y caribeña, la lucha por la justicia social y el combate por el adecentamiento del Estado.

Los adversarios se confabularon para eliminar al hombre cuya experiencia militar, autoridad ética y prestigio político lo convertían en el digno continuador de la obra de Bolívar. Para ello se valieron de los medios más arteros. En el pasado, cuando Sucre era Presidente de Bolivia fraguaron, con el apoyo de EEUU y Gran Bretaña, un golpe de Estado en su contra e impulsaron invasiones al país, precipitando su salida del gobierno. Luego se plantearon inhabilitarlo, para lo cual aprobaron en 1830 en el Congreso de Colombia una reforma constitucional donde se establecía que para ser Presidente o Vicepresidente del país se debían tener 40 años, y Sucre apenas tenía 35.

Mas cuando los conjurados se percatan que no era una ley espuria la que iba a detener las fuerzas bolivarianas que se agrupaban alrededor de su figura, planifican matarlo. Tres días antes del asesinato, el periódico “El Demócrata”, de Bogotá, publicó: “Acabamos de saber con asombro, por cartas que hemos recibido por el correo del Sur, que el general Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá ejecutando fielmente las órdenes de su amo…Antes de salir del Departamento de Cundinamarca empieza a marchar su huella con ese humor pestífero, corrompido y ponzoñoso de la disociación… Las Cartas del Sur aseguran también que ya este general marchaba sobre la provincia de Pasto para atacarla; pero el valeroso general José María Obando, amigo y sostenedor firme del Gobierno y de la libertad, corría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de los invencibles pastusos. Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar”.

Los enemigos nacionales y foráneos del proyecto bolivariano se propusieron cerrarle el paso al defensor de la Causa Bolivariana. Sucre, que se encontraba de paso por Bogotá adonde llegó el 5 de mayo y partió el 15, se dirigía a Quito a cumplir una misión y a reencontrarse con su familia. Entonces, le tendieron varias emboscadas en los sitios por donde debía pasar. Si el Mariscal se hubiese ido por Buenaventura, allí lo esperaba el General Pedro Murgueitio; si optaba por la vía de Panamá lo acechaba el General Tomás Herrera, y desde Neiva lo vigilaba el General José Hilario López. Todos sus caminos conducían a la muerte.

Una pequeña comitiva

Al hombre que dirigió ejércitos multitudinarios, apenas le acompaña una pequeña comitiva prácticamente indefensa de seis personas: el diputado por Cuenca José Andrés García Téllez y su sirviente de nombre Francisco, el sargento de Caballería Ignacio Colmenares, su asistente el sargento Lorenzo Caicedo, y dos arrieros encargados de las bestias de carga. El viaje era largo y los tortuosos caminos se prestaban para las celadas; pero además Sucre, que era diestro, había perdido la movilidad del brazo derecho, a consecuencia de un disparo recibido tras el Golpe de Estado de Bolivia en 1828; y esto no lo ignoraban sus enemigos, que sabrían aprovechar cualquier ventaja.

La inerme comitiva llega a Neiva y Sucre se hospeda en casa del gobernador José Hilario López, quien escribe a sus superiores: “El general Sucre es un tunante completo. Para mí, Sucre no es más sino un fantasma, que desaparecerá con solo echarlo al más alto desprecio”. Ese era el tipo de gente que encontraba el venezolano en su recorrido.

El 4 de junio de junio muy temprano por la mañana, Sucre toma el camino de su cita final. En el estrecho sendero hacia las montañas de Berruecos, cuatro asesinos contratados por el comandante general del Cauca, José María Obando, lo aguardaban en un recodo del trayecto. Ellos eran: Apolinar Morillo, venezolano; Andrés Rodríguez y Juan Cuzco, peruanos; y Juan Gregorio Rodríguez, neogranadino. A esta cuadrilla criminal le ofrecieron 40 pesos de paga.

El crimen

Cuando pasó la comitiva que acompañaba al Mariscal de Ayacucho, uno de estos forajidos, escondido tras los arbustos lanzó un silbido y le gritó: “¡General Sucre!”. Este volteó y en el acto sonaron cuatro detonaciones dirigidas al hombre que nunca había disparado a nadie por la espalda. No eran balas cualesquiera las que disparaban sus armas; para la operación los asesinos fabricaron sus propios proyectiles, los «cortados», pedazos de plomo tallados a cincel.

Sucre solo pudo exclamar: “¡Ay, balazo!”, y cayó muerto, mientras su mula corría despavorida con una herida abierta en el cuello. Los demás miembros de su escolta huyeron, buscando salvar sus vidas. Tras el alevoso crimen, su cadáver permaneció en el sitio por más de 24 horas, hasta que su asistente, el negro Caicedo, regresó y con la ayuda de un lugareño lo sepultaron en un claro de la selva denominado La Capilla: “con dos palos verdes, cortados ese momento, hicieron una cruz y la clavaron sobre la improvisada sepultura”.

Dos días después, comisionados enviadas por Obando desenterraron el cadáver para asegurarse de que realmente se había consumado el ominoso parricidio. Trajeron consigo al médico inglés Alejandro Floot, quien dictaminó “que el cuerpo tenía tres heridas: dos superficiales en la cabeza, hechas con cortados de plomo, y una sobre el corazón, que ­causó la muerte (fue del lado derecho), todo con arma de fuego”. Al concluir la inspección “mandó el señor juez fiscal se enterrase de nuevo dicho cadáver en el mismo sitio donde antes se halló, lo que así se ejecutó”.

En el lugar donde fue enterrado, en las madrugadas neblinosas los aldeanos ven a lo lejos un jinete que cabalga a gran velocidad. Es Sucre que escapa ileso de sus victimarios, rumbo hacia la vida eterna.

[1] Director General de la Oficina del Cronista de Caracas. Profesor e investigador universitario.

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