DE ACOSOS E INQUISICIONES


Andrés Parra, 21 de enero de 2023

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El profesor Víctor de Currea-Lugo está en la palestra pública desde su nombramiento como embajador de Emiratos Árabes. La razón son los testimonios de varias mujeres que afirman haber sufrido acoso y violencia sexual por parte del profesor.

El profesor está en todo su derecho de defender su inocencia en los medios y, si es el caso, en los estrados judiciales. Sin embargo, los argumentos de su defensa dejan mucho que desear. Sobre todo para un científico social que conoce los argumentos del progresismo y de la izquierda a la hora de analizar y entender el fenómeno de la opresión.

El profesor afirma que es un hombre de su época. Con esta afirmación está acusando implícitamente a sus denunciantes como anacrónicas. Ser anacrónico significa juzgar una época con los criterios de otra. Indignarse, por ejemplo, con ciertas prácticas y rituales de los pueblos antiguos (e.g. sacrificio de animales) apelando a criterios morales modernos.

Sin embargo, al acusar a sus denunciantes como anacrónicas el profesor abraza el presupuesto de todo pensamiento político conservador: todo cambio social es anacrónico porque implica la transformación de los preceptos morales del presente y, en esa medida, es injusto. La defensa del conservador es siempre que las personas que se oponen al cambio son hombres de su época.

Pero todo cambio social, sea revolucionario o no, molesta a los hombres de su época y juzga sus acciones no con los criterios de la época actual, sino con los criterios de una época mejor que está por venir.

Nos dice también el profesor que si hubo algún problema con sus acciones, ello se debe a que su coqueteo pudo herir la sensibilidad de algunas mujeres. Esta también es, extrañamente, una estrategia de argumentación propia de los conservadores. Tal y como el racista que, frente a la recusación de su comportamiento por parte de un negro, sale a decir que todo es exageración y producto de la imaginación de este último, nos topamos acá con la idea de que la opresión existe solo en la cabeza (o la sensibilidad) de las mujeres.

Pero esta estrategia de argumentación falla. El conservador cree que está describiendo objetivamente su acción y que quien lo recusa está exagerando, pero hace, de hecho, lo contrario: toma por descripción objetiva lo que él se imagina que hace e ignora de tajo lo que los demás dicen de su actuar. Y no hay discusión posible sobre el significado objetivo de mis acciones, sobre lo que realmente estoy haciendo, si no tengo en cuenta lo que los demás dicen de mis acciones; sobre todo si estos aducen ser afectados por ellas.

Esto aplica, sobre todo, para la distinción entre coqueteo y acoso. Es ya un lugar común contra las denuncias de acoso y de violencia de género quejarse de que ya no es posible coquetear.

Comentarios como este buscan poner la pelota en el tejado de las denunciantes, exigirles que construyan una distinción teórica y perfecta entre coqueteo y acoso antes de exponer sus casos. La exigencia es absurda porque no conocemos todos los posibles casos de acoso, pero sí hay algo que sabemos: un coqueteo es legítimo siempre y cuando exista un espacio real para decir libremente ‘no’ y para manifestar que uno/a se está sintiendo acosado/a, y siempre y cuando quien coquetea pare inmediatamente frente a tales señales. El coqueteo que se realiza en contextos de relaciones jerárquicas dispares difícilmente crea tales espacios.

Aquí vemos otra estrategia argumentativa conservadora: confundir el consenso aparente con el consenso real. La teoría crítica de la sociedad ha esgrimido argumentos convincentes para mostrar que muchos de los consensos que rigen la sociedad contemporánea están atravesados, de hecho, por la violencia. El contrato laboral, por ejemplo, está atravesado por la coacción que ejerce la necesidad material sobre los trabajadores: allí no se puede decir no a unas condiciones laborales paupérrimas o absolutamente degradantes, porque es eso o la inanición.

Los conservadores nos dicen que basta con esos consensos aparentes para decir que las personas han tomado una decisión libre. No hay que olvidar, como sí parece hacerlo el profesor, que las situaciones de ‘coqueteo’, cuando involucran relaciones de poder, llevan a muchos consensos aparentes, basados realmente en la violencia.

Finalmente, la cereza del pastel: que si uno es hombre y heterosexual, entonces no es persona. Aquí lo que era una similitud de trasfondo con el pensamiento conservador se convierte en una vulgar identidad explícita. Solo se replica el discurso gastado y mentiroso de que el feminismo es la inversión del machismo: el machismo nos dice que las mujeres no tienen derechos, el feminismo que los hombres no los tienen.

Nada más falso. Vivir en un mundo en el que los hombres no acosen a las mujeres, no aprovechen sus posiciones de dinero y de poder para acceder a ellas sin su consentimiento o con un consenso aparente, no significa un menosprecio de la personalidad de los hombres, sino todo lo contrario: mi persona se ve enriquecida y afirmada con más radicalidad en el mundo si tengo relaciones igualitarias con mis congéneres. Eso debería saberlo toda persona que se precie de ser progresista.

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