A cinco minutos de la Tercera Guerra | Por Gabriel García Márquez

Entrevista al (Coronel) Jose Pereira, Presidente del INAMEH. Fotografia: Oswer Diaz Mireles. Fecha: 10052022. Periodista: Eligio Rojas. .

El escritor nos relata la noche dramática del 5 de noviembre 1956 en que la suerte de la humanidad estuvo en las manos de cinco hombres | Revista Elite, 1 de diciembre de 1956, del archivo del Grupo Últimas Noticias

Todo el mundo está de acuerdo en eso: la noche del 5 de noviembre faltaron cinco minutos para la guerra mundial. De los cinco hombres que jugaron dramáticamente, como en una partida de póker, la suerte de la humanidad, sólo uno durmió esa noche sus ocho horas completas: el presidente Eisenhower. Los otros cuatro –Anthony Eden, de Inglaterra; Guy Mollet de Francia; el mariscal Bulganin, de Rusia, y el general Nasser, de Egipto– pasaron la noche en vela, literalmente colgados del teléfono. Quince días después, cuando esa noche dramática empieza a tener una tranquila perspectiva histórica, el mundo puede saber, minuto a minuto, cómo pasó la humanidad a dos centímetros de la catástrofe.

El primer ministro de la Gran Bretaña, señor Anthony Eden, no tuvo tiempo de cenar esa noche, reclamado por una reunión extraordinaria de su gabinete. Cuando los ministros de Su Majestad abandonaron el número 10 de Downing Street –a las 11,20– el gabinete estaba incompleto: el señor Anthony Nuttin había renunciado. Sir Anthony Eden los despidió a la puerta de su residencia. Los vio ganar la larga hilera de automóviles negros, todos los ministros con el cuello del abrigo levantado para protegerse de la llovizna que se pulverizó sobre Londres a todo lo largo de aquel día histórico.

Desde las ocho de la mañana Sir Anthony Eden no había tenido un minuto de descanso. Tropas inglesas y francesas estaban ocupando el canal de Suez. “Esto no es una guerra”, había manifestado el primer ministro. “Es una simple operación de policía para garantizar la libertad de tránsito del canal”. Sin embargo, aquella no era más que una muy británica manera de llamar las cosas. La realidad era que Inglaterra estaba en guerra contra Egipto, en alianza con Francia e Israel.

La opinión británica no se había equivocado en ese sentido. La casi totalidad de la prensa estaba contra el gobierno. El arzobispo de Canterbury –el poderoso señor que impidió el matrimonio de la princesa Margarita– manifestó con franqueza su desacuerdo con la aventura de Suez. El presidente Eisenhower, que llegó a la Casa Blanca con la promesa de poner término a la guerra de Corea, no quería guerras en el mundo y mucho menos dos días antes de su reelección. La opinión contraria de la opinión pública londinense no sólo había sido expresada a través de cinco toneladas de cartas a los periódicos, sino más directamente en las turbulentas manifestaciones de Trafalgar Square.

Eden: solo en la aventura

El señor Eden es un hombre bien vestido, pero por encima de eso es un político con experiencia. Su tío político, el señor Winston Churchill, uno de los grandes guerreros en la historia de la humanidad, no había visto las cosas con la misma claridad con que las vio en 1939. Mientras se dirigía a su dormitorio, Sir Anthony Eden debió sentirse solo en la aventura. En una azarosa aventura con la cual –para rematar las cosas– él mismo no estaba completamente de acuerdo. Hasta el 30 de octubre –cinco días antes– el primer ministro resistió a la tentación de ocupar el canal e instalar de nuevo las tropas inglesas en un territorio abandonado pacíficamente pocos años antes. Sir Anthony Eden sabe que la historia no regresa. Pero el primer ministro de Francia, señor Guy Mollet, y su ministro de Relaciones Exteriores, señor Paul Pineau, llegaron esa noche en avión y durante la cena presentaron al señor Eden un programa que en el papel parecía tan sencillo como dos y dos son cuatro. Israel había invadido a Egipto. Francia e Inglaterra  tenían una oportunidad de meterse entre los dos combatientes, recuperar el canal, y luego presentarse a las Naciones Unidas con el hecho cumplido. Rusia estaba demasiado ocupada con sus problemas internos y con las sacudidas de sus satélites para ocuparse del problema. La lógica francesa lo convenció. Contra el parecer de una oposición cada vez más fuerte y numerosa, Sir Anthony Eden se embarcó en la aventura.

Hasta ese momento, los franceses habían tenido razón. El mundo gritaba, se desgañitaba, pero la operación militar estaba a punto de llegar a su fin. El señor Eden apagó la luz a las 11,10 y durante breves minutos debió pensar en las cosas que ocurrían a 3.200 kilómetros de su dormitorio, en el canal de Suez. Estaba amaneciendo en Port Fuad. Una nube de paracaidistas ingleses y franceses se preparaba en Chipre para las operaciones del alba. En El Cairo, metido en un palacio que es más exactamente una fortaleza militar, el general Nasser había vivido su noche de malas noticias: sus ejércitos estaban en desbandada, Gaza y la península del Sinaí habían sido ocupadas, y 18.000 soldados, dos generales entre ellos, habían caído en poder de los invasores. A las tres de la madrugada el general Nasser entró en contacto con la avanzada de sus tropas. Los bimotores europeos volaban sobre Port Fuad. Los paracaidistas ingleses avanzaban, en tenaza, hacia el este del canal.

Nasser, desesperado. Ike indeciso

El general Nasser se había levantado a las seis de la mañana después de tres horas de sueño sobresaltado. Durante todo el día estuvo en contacto con sus diplomáticos de todo el mundo. De ningún lado recibió una buena noticia. La Unión Soviética, que había ofrecido extraoficialmente el envío de voluntarios, había tenido que enfrentarse al inesperado disturbio de Hungría. Como Sir Anthony Eden, el general Nasser se encontró solo, amenazado por una inconformidad interior que le obligó a distraer tropas para garantizar la seguridad de su régimen. Desesperado, había tomado una determinación infantil: ordenó hundir varios barcos para bloquear el canal.

En Washington –del otro lado del Atlántico– el general Eisenhower tampoco dormía, por la sencilla razón de que allí eran las seis de la tarde. El presidente, ocupado con la víspera de las elecciones, tenía dos cosas en que pensar: en la salud de su amigo y secretario de Estado, señor Foster Dulles, a quien acababan de cortarle en una sala de cirugía 25 centímetros de intestino, y en el último discurso electoral que debía pronunciar a las siete en la televisión. El general Eisenhower sabía que el problema de Suez podía esperar 48 horas, hasta cuando él fuera otra vez, por cuatro años más, presidente de los Estados Unidos.

Mollet optimista. Bulganin resuelto

En cambio en París comenzaba apenas una sombría noche de otoño. Cuando concluyó la reunión de los ministros británicos, los ministros franceses estacionaban sus automóviles en la puerta del hotel Matignan para asistir a una convocatoria extraordinaria de media noche. También los franceses atravesaron la calle con el cuello del impermeable levantado, pues París y Londres están tan cerca que sobre las dos ciudades se pulverizaba la misma llovizna. A diferencia del señor Eden, el primer ministro de Francia, señor Guy Mollet, se sentía en sus cabales con el curso de las operaciones de Suez. Los únicos que no estaban de acuerdo con él en la Asamblea Nacional eran los comunistas. Pero los comunistas tenían otra cosa en qué pensar: Hungría. Los periódicos de París pusieron a Suez en segundo plano para darle todo el espacio al terrible accidente de las repúblicas socialistas. Esa tarde, en París se había organizado una gigantesca manifestación contra los comunistas. Calvo, vestido de gris como casi todos los franceses –y como casi todos los ingleses– el señor Guy Mollet, que necesita espejuelos para leer, no tuvo necesidad de ellos para descifrar la satisfacción en los rostros de sus ministros.

Esa semana había sido una semana de Francia. La captura de los dirigentes de la guerra de Argelia quedó convertida en una simple operación de policía al lado de los sucesos de Budapest. Un considerable sector de la opinión pública, que no quiere la guerra como no la quiere el pueblo francés, manifestó con una silenciosa expectativa su aprobación a las operaciones de Suez. La cosa fue presentada hábilmente: había que hacer pagar bien caro al general Nasser el atrevimiento de sacar a palos a la compañía del canal. Durante todo el mes pasado Francia estuvo a la defensiva. Ahora, también contra el parecer de los estados Unidos y aun contra las vacilaciones del señor Eden, Francia tomaba la ofensiva.

Los ministros franceses, que ya conocían un informe detallado de la situación en Suez, esperaban que los teletipos de la France Presse instalados en el salón de sesiones del hotel Matignon transmitieran una noticia: el golpe de Estado contra Nasser organizado por los poderosos simpatizantes de su antecesor, ahora en la cárcel, el general Nagib. Pero antes de que llegara esa noticia, el señor Guy Mollet tuvo que atender un visitante inesperado: el barón Guillaume, que no tenía ningún inconveniente en interrumpir la sesión para comunicar al primer ministro las impresiones traídas ese día de Moscú por el ministro de relaciones exteriores de Bélgica, señor Spaak. En una conferencia de veinte minutos con el embajador belga, el señor Guy Mollet se dio cuenta de que la Unión Soviética podría ocuparse al mismo tiempo de la cuestión de Hungría y de la cuestión de Suez. Según el ministro Spaak, el mariscal Bulganin intervendría antes del amanecer.

La verdad es que cuando el barón Guillaume abandonó el hotel Matignon, ya el mariscal Bulganin había intervenido. A la media noche –hora de Moscú– redactó una breve nota dirigida al general Eisenhower, invitándolo a que los Estados Unidos y la Unión Soviética unieran sus fuerzas para conjurar la agresión contra Egipto. El mariscal Bulganin no se fue a la cama: permaneció en su despacho del Kremlin, con la atención orientada en dos sentidos: Budapest y Washington.

La nota que salvó a Nasser

La nota del señor Bulganin llegó a Washington 48 minutos antes de que el presidente Eisenhower pronunciara su discurso en la televisión, casi en el momento preciso en que el señor Eden apagó la luz de su dormitorio aproximadamente en el momento en que el señor Guy Mollet salió a recibir la visita del barón Guillaume. El presidente Eisenhower reunió el Pentágono inmediatamente después de saludar a sus electores en su último discurso electoral. En ese instante sucedieron simultáneamente dos cosas importantes: los teletipos de la France Presse comunicaron al señor Guy Mollet el texto de la nota rusa y alguien lo llamó al teléfono desde Londres. Era el señor Anthony Eden, que había saltado de la cama y había solicitado la comunicación con París sin tomarse el tiempo para vestirse.

Cuando los dos ministros colgaron el auricular, en Londres y en París, ya la gigantesca maquinaria de guerra de los Estados Unidos estaba en movimiento. El Servicio de Inteligencia había recibido, casi al mismo tiempo con la nota del mariscal Bulganin, una información según la cual la flota rusa de Sebastopol había recibido la orden de alerta, así como todas las guarniciones soviéticas. En previsión de una acción sorpresiva, los Estados Unidos impartieron una orden semejante a la flota norteamericana del Atlántico, e incluso a los B-52, armados con bombas atómicas. Pero el presidente se fue a la cama a la una de la madrugada después de haber impartido instrucciones precisas sobre la prudencia que debía observarse en cada momento, mientras del otro lado del Atlántico el general Nasser, ignorante de lo que ocurría, tomaba la determinación de rendirse.

Los términos de esa rendición habían sido redactados en una hora. Entonces eran las seis y media de la mañana en El Cairo. El general Nasser decidió llamar por teléfono al embajador de Italia, para que éste trasmitiera la nota de rendición a Francia, Inglaterra e Israel. Pero una determinación de esa índole podía esperar sin necesidad de sacar de la cama a un embajador. El general Nasser decidió entonces esperar una hora: y esa fue sin duda la hora más importante de su vida. En el curso de ella conoció la nota del mariscal Bulganin al presidente Eisenhower, y casi enseguida una segunda, dirigida a Francia, Inglaterra e Israel.

“¿En qué situación –decía la segunda nota– se encontrarían Francia e Inglaterra si ellas fueran objeto de una agresión por parte de otros estados que dispusieran de terribles medios de destrucción?… Es imposible no ver que la guerra de Egipto se puede transformar en una guerra mundial… El gobierno soviético está decidido a emplear la fuerza para aplastar a los agresores”. Esa nota marcó el minuto exacto en que el mundo estuvo a dos centímetros de la catástrofe. A partir de ese momento, cualquier imprudencia de cualquiera de los cinco hombres que tenían en sus manos la suerte de la humanidad habría podido señalar el principio del fin.

Cuando el señor Eden conoció ese texto, tomó inmediatamente la determinación de suspender las operaciones en Suez. Cuando volvió a llamar por teléfono al señor Guy Mollet —a las 4 de la madrugada del martes, hora de Londres—, éste acababa de despedir al embajador de los Estados Unidos en Francia, señor Dillon, que puso en su conocimiento la primera nota de Bulganin y la determinación del señor Eisenhower “de rechazar secamente la propuesta soviética”. El señor Guy Mollet se sintió reforzado por aquella noticia. Pero los términos de la segunda nota modificaron la situación. El señor Eden echaba pie atrás. El gabinete francés ante la evidencia de que se había quedado solo en la aventura, suspendió la reunión a las cinco de la mañana, después de haber decidido una acción rapidísima en Suez, con el objeto que de una posible suspensión de las operaciones se llevara a cabo cuando ya todo el canal estuviera en poder de Francia. En ese momento pasó el minuto decisivo.

El día electoral en los Estados Unidos fue espléndido. El presidente Eisenhower depositó su voto en su residencia oficial, a las nueve de la mañana, y luego regresó a la Casa Blanca en avión y se ocupó de la cuestión de Suez. Una breve conferencia telefónica con el señor Eden lo puso al tanto de la situación: Inglaterra y Francia habían acordado suspender las operaciones esa noche, martes, a las doce, hora de Londres. Pero París, que había leído las notas del mariscal Bulganin en los periódicos de la mañana, ignoraba esa determinación. Durante seis horas se vivió el pánico. En la mañana del martes, una ciudad escarmentada con los horrores de la guerra asaltó ordenadamente los almacenes de víveres, en previsión de un futuro sombrío. En seis horas se agotó la existencia de azúcar prevista para tres meses.

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