Adriano, el incómodo narrador de un país portátil


Eso de escribir una novela que transcurre íntegra en un breve viaje en autobús por la caótica Caracas de los años 60, y a través del único protagonista, contar toda la historia del país es algo que solo un narrador genial, como Adriano González León, podía lograr.

Para conseguir esta proeza, se valió de su portentoso talento, de su conocimiento histórico, de sus vivencias como cuadro revolucionario desde los tempranos años 50, y de la erudición que cultivó como lector, investigador y profesor de literatura.

Natural de Valera, González León despuntó bien pronto en la prensa de Caracas. A sus quince años, en 1947, ya era corresponsal de El Nacional en la zona andina. Empezando la veintena, ganó el concurso de cuentos de ese diario, con una obra titulada El lago. Se graduó de abogado en la Universidad Central de Venezuela, pero dirigió su actividad docente hacia la literatura, el campo donde habría de hacer su vida entera.

Como todos los grandes creadores de esos tiempos, participó en grupos literarios. Junto a figuras como Guillermo Sucre y Edmundo Aray integró el grupo Sardio, que editaba una revista homónima. Luego colaboró con las publicaciones de otros cónclaves de intelectuales, como Letra roja y El techo de la ballena.

El prestigio que le había dado El lago fue luego ratificado con otros cuentos: Las hogueras más altas, galardonado con el Premio Municipal de Prosa de 1958; Asfalto-Infierno y otros relatos demoníacos (1963) y Hombre que daba sed (1967).

El paso a la narrativa de largo aliento se produce oficialmente en 1968 con País portátil, que gana el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral. Y no solo el escritor dio un gran salto con ese libro, pues según voces tan autorizadas como la del nicaragüense Sergio Ramírez, esta novela marca la entrada de Venezuela a la literatura contemporánea.

“País portátil es una novela que no tiene parangón en el siglo XX venezolano”, afirma de manera tajante el escritor y poeta caraqueño Gabriel Jiménez Emán. “Es la novela más leída de Venezuela en el siglo XX, más que las de Gallegos, me atrevo a decir, con el aliciente de que hablamos de lectura voluntaria, del lector natural, no de las obras que se leen porque te obligan en la escuela, el liceo o la universidad”.

Para Jiménez Emán, se trata de una novela de una gran complejidad narrativa. “Se usan los grandes planos narrativos y las variaciones de la novela experimental del siglo XX que alimentaron autores como James Joyce y Virginia Woolf, tales como el monólogo interior, la yuxtaposición e interpolación de planos narrativos, la narración fragmentada interrupta –explica–. Además de esas técnicas de avanzada, está el tema de la novela, que es central para comprender el país: el de la guerrilla de los años 60 y la aspiración de un país nuevo edificado sobre las bases sólidas del socialismo, de una revolución. Aparecen los guerrilleros que vinieron del campo a la ciudad y los que fueron de la ciudad al campo; sus luchas, sus fracasos, sus logros, sus ideales rotos y recompuestos. Todo narrado de un modo completamente nuevo en la literatura venezolana. Nadie ha logrado tal maestría en el tratamiento de ese tema”.

El reconocimiento de González León por su novela le llegó desde ambos lados de la línea generacional. Lo elogiaron narradores mayores que él, como Gustavo Díaz Solís y otros de su misma cohorte, como Denzil Romero y José Balza. “Salvador Garmendia, por ejemplo, dijo hasta la saciedad que esa era la más grande novela venezolana del siglo XX. Y hasta los más chiquiticos, entre quienes me incluyo, quedamos deslumbrados con el alcance de País portátil”, añade Jiménez Emán.

Con el apoyo de los otros escritores y de la crítica, y con el aplauso del público, todos esperaron durante años la siguiente gran novela de Adriano. Pero, tal como uno de sus autores favoritos, el mexicano Juan Rulfo, González León no se caracterizó por una obra prolífica.

La contundencia temática y la innovación narrativa de País portátil, junto a su trayectoria como cuentista, fueron méritos suficientes para que ganara el Premio Nacional de Literatura en 1979. En su discurso de aceptación del reconocimiento, dijo que escribir era un constante enfrentamiento con la nada “porque nombrar rompe silencios, disuelve las tinieblas, realiza el milagro del ser” y agregó que “por las palabras, el universo se hace tenue, cobra orden, disuelve su aspereza, es habitable y reconocible”.

Fue un sustancioso discurso, ese con el que recibió el premio. Para el gobierno que se lo otorgó, Adriano era el incómodo narrador de ese país, que las élites hicieron portátil y para él, ellos eran los adversarios históricos a los que tanto había combatido y que siempre quisieron domesticarlo.

Tal vez fue por eso que quiso dejar constancia de su forma de lucha, cuando dijo que “los escritores, generalmente, no tenemos más armas que la imaginación, y en ella confiamos”.

Fue uno de tantos guiños de irreverente desafío presentes en ese mensaje, no solo en el plano político, sino también en campos más banales. Era bien conocido el gusto de Adriano por la vida bohemia, por las interminables tenidas en los bebederos de Sabana Grande, por las discusiones filosóficas y poéticas sorprendidas por las luces del nuevo día. “Allí nos espera la noche.

En las copas de los árboles fulge un extraño licor. Hay músicos, vagabundos, solitarios y mendigos. Están mis hermanos, los poetas y los desventurados del corazón. Poco a poco seguiremos el despliegue y la ceremonia. Alguien llegará con una rosa inventada (…) Habrá quien discuta hasta el amanecer: es explicable. Los escritores nos embriagamos en el festín de la palabra”.

Un mago de la palabra

Dice Jiménez Emán que “aparte de sus cualidades literarias, González León fue un gran expositor, un mago de la palabra en sus clases universitarias y también en televisión, con su programa Contratema: una extraordinaria cátedra de literatura, sin guion preconcebido”.

También era un gran humorista, un típico echador de cuentos de la sierra andina, con picardía y gran chispa.

En cuanto a su obra escrita después de País Portátil, publicó la novela Viejo en 2004, dos poemarios y un libro póstumo, difícil de ubicar en un género determinado (muestra elementos de crónica, semblanza y crítica). Se trata de Señas de una generación, que contiene los perfiles de 23 creadores que pertenecieron a los grupos literarios Sardio y Tabla Redonda.

Andrés González Camino, hijo de Adriano, explica en el prólogo de este último libro que el escritor dejó “papeles sueltos, folletos, servilletas manuscritas, facturas, apuntes de clase, cartas locas, postales, guiones y un sinfín de hojas”. Adicionalmente había un cuaderno con las semblanzas referidas.

Siempre innovando en materia de técnica narrativa, González León retrata a los autores como personajes de sus propias obras.

No hizo apología por amistad, sino opinó a veces con dureza. Quienes lo conocieron afirman que por eso prefirió que se publicara cuando ya ni él ni varios de los criticados están en este plano.

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