June Almeida dedicó su vida científica a las investigaciones en microscopio electrónico.
Es en verdad odioso (pero lamentablemente muy común) cuando a una mujer destacada en cualquier área de las artes, los deportes, la militancia o el saber se le describe en las primeras líneas de su biografía como “la esposa de”. Marie Curie, Frida Kahlo, Simone de Beauvoir, Mileva Marić, Eva Perón o Luisa Cáceres pueden dar fe de ello. Una de las normas ineludibles del machismo estructural es supeditar las gestas femeninas a la figura validadora del varón, y así lo ha permitido la historia generación tras generación.
Aun así, esta vez nos toca comenzar la semblanza de una mujer, de June Almeida, hablando justamente sobre su vínculo conyugal. No porque eso valide su hazaña sino porque gracias a su primer matrimonio esta eminente investigadora quedó unida a Venezuela para siempre.
Nacida en 1930 en Escocia como June Hart, la mujer a quien hoy evocamos fue la primera persona en ver en un microscopio un coronavirus gracias a una técnica inventada por ella misma. No solo lo descubrió, sino que también le dio nombre.
Cambió de apellido a los 24 años, en 1954, cuando se casó con el pintor venezolano Enrique Rosalio Almeida, conocido como Henry Almeida, sobrino-nieto del general Joaquín Crespo e hijo de otro pintor, el cosmopolita Cirilo Almeida Crespo, autor de uno de los retratos más famosos de Simón Bolívar, perteneciente a la colección del Palacio de Miraflores.
Establecido el vínculo matrimonial que se traduce en parentesco por afinidad con el país y tomando en cuenta la gran vigencia que hoy cobran los descubrimientos de June Almeida, vale la pena echar un vistazo a su historia plena de acontecimientos inspiradores, así como de éxitos logrados a pulso y contra todo pronóstico.
La hija de un autobusero
June Almeida fue desde pequeña una sobreviviente. No nació con los privilegios que a veces pensamos adquieren de forma automática las personas que provienen del “primer mundo”; antes bien, convertirse en una científica con todas sus letras fue un camino tortuoso.
Detalla el diccionario de biografías de Oxford que fue hija de un conductor de autobús y una mujer que suponemos era ama de casa dado que en ninguna reseña se le asigna un “oficio”. June tuvo una niñez de gran estrechez económica en la Segunda Guerra Mundial, tanto así que, a pesar de mostrar una gran inteligencia e interés por el conocimiento, a los 16 años debió abandonar sus estudios formales por falta de dinero para sufragarlos.
Renunció a sus sueños de ir a la universidad, pero estratégicamente buscó un trabajo que siguiera la línea de lo que le apasionaba, y fue así como ingresó como aprendiz en el laboratorio de histopatología en la Enfermería Real de Glasgow, su ciudad natal, donde se enamoró del instrumento que marcaría su vida: el microscopio electrónico.
De allí saltó a Londres, donde siguió trabajando en la misma área en el hospital de St Bartholomew. En la capital conoció al pintor venezolano que poco después se convertiría en su marido y padre de su única hija, Joyce.
Huyendo de la recesión de la postguerra y buscando mejores oportunidades, la joven familia emigró a Canadá en el mismo año de su matrimonio. June se consiguió de repente con una circunstancia tan inesperada como extraordinaria: en Norteamérica eran mucho menos estrictos que en el Reino Unido en lo que respecta a las credenciales académicas para lograr un trabajo decente en el campo de las ciencias, así que, a pesar de no tener un título universitario, se le permitió investigar como si lo tuviera, lo cual redundó en una época de florecimiento intelectual y grandes descubrimientos para la joven científica.
Se empleó en el Instituto de Cáncer de Ontario como electromicroscopista. En estos laboratorios logró uno de sus primeros grandes descubrimientos, vital para su trabajo posterior con el coronavirus: desarrolló una técnica que aún hoy se usa para ver con mayor calidad los virus en un microscopio electrónico.
Consiste en mezclar la muestra de virus con anticuerpos específicos. Estos, al engancharse al patógeno por reacción natural, lo remarcan y así su forma puede verse más claramente en la imagen que arroja el equipo. Haciendo un paralelismo en palabras sencillas: es como si sobre una superficie blanca colocáramos un puñado de azúcar. Será difícil de distinguir, pero si invitamos a una manada de hormigas, estas se sentirán atraídas por el dulce, así que mostrarán dónde está y al asirse delimitarán sus bordes con respecto del área.
En esta época Almeida también fue reconocida por ser la primera persona en observar en microscopio el virus de la rubeola.
Publicó varios artículos científicos en revista de renombre sobre la observación de virus en microscopio electrónico y gracias a esos hallazgos en 1964 le propusieron volver a Londres para trabajar con quien para entonces era una eminencia en su campo, AP Waterson, director de microbiología del hospital St Thomas de Londres, la cual aceptó.
Momento coronavirus
No podría imaginar June Almeida que el patógeno que descubrió en 1964 y al que dio nombre mientras trabajaba con muestras de resfriado común en Londres sería, en una de sus variantes, el responsable de la siguiente pandemia, más de medio siglo después.
Sucedió que el doctor David Tyrell, del Instituto de Investigación del Resfriado Común, requirió de la ayuda de Almeida ante las dificultades para categorizar una extraña gripe en un niño.
June sometió a la muestra, identificada como B814, al método de observación de virus desarrollado por ella y resultó que, en efecto, no solo era un patógeno desconocido, sino que además guardaba gran similitud con otras muestras ya vistas por la investigadora en la hepatitis de ratones y la bronquitis infecciosa de los pollos.
El virus mostraba una especie de cubierta de grasa en su alrededor que le daba un aspecto de halo solar o corona, y tomando este nombre del latín, la científica, de común acuerdo con Tyrell, bautizó al nuevo microorganismo como coronavirus. El primer coronavirus humano observado cara a cara.
No sorprende que a June le costó lograr credibilidad
En un inicio el hallazgo fue rechazado por los árbitros de revistas científicas, se le dijo que no se trataba de ninguna corona sino de imágenes desenfocadas del virus de la influenza.
Así que las primeras fotografías de lo que había visto no se publicaron sino dos años después en el Journal of General Virology, cuando a fuerza de insistencia y gracias al apoyo de otros colegas consiguió validación. El artículo completo con los detalles del descubrimiento se puede leer hoy gratis en internet.
Este no fue el único aporte científico de June, que también ayudó a ver los virus de la hepatitis A y B. En 1980 la Organización Mundial de la Salud publicó el Manual para laboratorio de diagnóstico viral rápido basándose en la técnica ideada por ella para observación de virus con anticuerpos en microscopio electrónico.
Desafiando más convenciones sociales, se divorció del venezolano en 1982, a los 52 años de edad, para inmediatamente casarse con un colega, el virólogo Phillip Samuel Gardner. Poco después se retiró de la ciencia para dedicarse a dar clases de yoga y a trabajar restaurando antigüedades.
En 2007 volvió a ponerse la bata blanca para asesorar investigaciones relacionadas con el VIH. Logró trabajar con el equipo que tomó las primeras imágenes en alta calidad del virus. En diciembre de ese año falleció. Tenía 77 años.
Patada al Efecto Matilda
“Tenía un entusiasmo notable y la capacidad de interactuar igualmente bien con sus colegas técnicos, científicos y médicos, independientemente de su jerarquía. Las reuniones con ella eran llenas de diversión. Enseñó a muchos virólogos, ya sea trabajando en los aspectos más fundamentales o clínicos de la virología. Permitía a los trabajadores de laboratorio identificar los virus a los pocos minutos de que las muestras clínicas llegaban, lo que contrastaba con las técnicas disponibles para entonces, más laboriosas y lentas. Tenía la capacidad de exponer sus métodos e ideas de una manera deliciosamente directa y sencilla, ya fuera para uno o dos sentados a su lado en la suite del microscopio electrónico, o para una audiencia de varios cientos en una sala de conferencias”.
Así la describe el diccionario de biografías de Oxford, que inscribe a June Almeida en la lista de las personalidades más notables de la historia del Reino Unido.
Por su parte, el microbiólogo británico Hugh Pennington, que fue pupilo de Almeida, entrevistado por la prensa británica, describió así a quien calificó como su mentora: “Poco convencional pero brillante. Sin su trabajo pionero, las cosas serían más lentas para lidiar con el brote actual de coronavirus. Su trabajo ha acelerado nuestra comprensión del virus. Fue una pionera, era un talento sobresaliente. Lo que tocaba en su investigación lo convertía en oro”.
Otro mérito de Almeida fue darle una patada al Efecto Matilda, ese prejuicio contra las mujeres científicas descrito por primera vez por la sufragista Matilda Joslyn Gage en su ensayo La mujer como inventora y debido al cual sus trabajos nunca son correctamente atribuidos.
June fue ninguneada no pocas veces, pero logró obstinadamente reconocimiento expreso de toda su obra, y aunque hoy su historia no tenga la misma difusión que la de muchos de sus colegas masculinos, sus trabajos e investigaciones son identificables, rastreables y están disponibles, lo cual es aún más meritorio recordando la época en la que trabajó, no tan lejana cronológicamente pero sí en cuanto a espacios conquistados para la equidad.
Casi 60 años después de su hallazgo el trabajo de June Almeida está más vigente que nunca. Su historia extraordinaria, ligada irreparablemente a Venezuela, es testimonio de valentía y amor por el conocimiento.
60 años de investigación en resistencia avalan a las vacunas cubanas
- Los antivacunas: otra gran amenaza pandémica
- Primera y última: el prontuario de la vacuna Oxford-AstraZeneca