PERFIL | Alirio Díaz, el guitarrista de los dos mundos


Alirio Díaz veía a sus guitarras como mujeres. Y no se conformó nunca con una, sino que tuvo un harem, según lo decía en tono de chanza.
La cosa operaba más o menos así: una de las “chicas” era para el día a día de los ensayos; otra resultaba ideal para grabar los discos; una tercera funcionaba en la comunión pública de los conciertos individuales; la de las presentaciones con orquesta de cámara sabía esperar su oportunidad; lo mismo que la especial para conciertos con orquesta completa.

Ese reparto de su corazón entre tantas muchachas sonoras le valió para ser uno de los más grandes ejecutantes del instrumento a escala mundial.

Los amores del insigne músico con el instrumento de seis cuerdas comenzaron desde muy temprano en su vida, aunque sus inicios fueron los típicos de legiones de jóvenes larenses: con el cuatro. En las primeras etapas de su formación también coqueteó con el canto coral y con el saxofón. Siguiendo con su símil, la guitarra-mujer, en cierto momento, se le plantó celosa. Si quería seguir, tenía que consagrarse solo a ella (o a ellas). Y lo hizo. Fueron alrededor de siete décadas acariciando esos cuerpos de madera y brindando al mundo los frutos de tan prolongado idilio.

Alirio Díaz nació en la Venezuela profunda. No pensemos en Caracas, que para 1923 era todavía semirrural; sino en el interior del país, en el estado Lara. Luego, dentro de Lara, no pensemos en su capital, Barquisimeto, sino en Carora. Y tampoco fue exactamente en esa ciudad de rancio abolengo, sino en un poblado ubicado a 30 kilómetros: La Candelaria.

En esas tierras resecas aprendió los rudimentos de la música, con el cuatro y la guitarra, y comenzó a tomar cuerpo la leyenda de su prodigiosa voz. Una madrugada, cuando apenas tenía 16 años, caminó esos 30 kilómetros con sus alpargatas viejas (las nuevas las llevaba en el mapire) y dio el primer gran paso: llegar a Carora, donde contaría con el padrinazgo de una figura intelectual de primer orden, Cecilio Zubillaga, “el Chío”.

De la propia voz de Díaz, en diversas entrevistas y testimonios, pudo saberse que en esa temprana partida del hogar influyó el acre carácter de su padre, quien crió a punta de rejo a su extensa prole de ocho hijos. Los hermanos tampoco aguantaron mucho. Todos se fueron también, con la diferencia de que no se dedicaron a la música sino a la industria petrolera que hacía eclosión en el vecino estado Zulia.

En compensación, tal vez, la vida premió al virtuoso muchacho con varios tutores y maestros que lo guiaron, con menos rudeza, aunque seguramente también con gran rigor. Luego de un tiempo al amparo de Zubillaga, este lo impulsó a trasladarse a Trujillo, a aprender bajo la batuta de un histórico de la composición y la dirección, Laudelino Mejías, el autor del exquisito vals Conticinio.

Su providencial cadena de “padres musicales” siguió cuando dio su otro salto natural, esta vez hacia Caracas. En la capital se formó en la Escuela José Ángel Lamas con maestros como Vicente Emilio Sojo, Juan Bautista Plaza, Pedro Ramos, Primo Moschini y el profesor de guitarra Raúl Borges.

Igual como había ocurrido con La Candelaria, con Carora y con Trujillo, pasó con Caracas: más pronto que tarde se hizo necesario buscar otros horizontes, porque el talento de aquel campesino era universal. Fue entonces a España, a estudiar y a mezclarse con guitarristas y compositores de esa misma talla, como Regino Sainz de Maza y Joaquín Rodrigo. Luego de un tiempo triunfando en España, tierra de guitarristas egregios, siguió en su tenaz empeño por perfeccionarse. Fue a estudiar a la Academia Musical Chigiana, en Siena, Italia, con otro de sus ídolos, Andrés Segovia, quien no tardó en reconocer su talento y catalogarlo -con toda la autoridad que le respaldaba- como la principal promesa de la guitarra clásica del planeta.

El periplo formativo de Alirio Díaz encontró en Italia un asiento y terminó por hacerla su segunda patria. Concretamente, vivió en Nápoles, donde la cultura en general, y la guitarra en particular guardan mucho de sus raíces españolas.

Pero nadie debe creer que el humilde muchacho de Lara adentro se convirtió en su autoexilio italiano en un músico ajeno a la patria. Por el contrario, fue uno de los principales difusores de la rica herencia venezolana. En sus interacciones con los grandes guitarristas del mundo pudo mostrarles, además, lo complejos y exigentes que son algunos de nuestros géneros. Por ejemplo, cuando tocaba Seis por derecho, de Antonio Lauro, en escenarios europeos, dejaba a todos boquiabiertos, pues de su guitarra brotaban arpas y cuatros y bandolas.

Al eminente maestro le encantaba hacer esas extrapolaciones de instrumentos. Él solía llamarlas “traducciones”. En esa tónica era que interpretaba Los Caujaritos, de Ignacio “Indio” Figueredo, en un arreglo para dos guitarras que presentó acompañado de su hijo Senio Díaz.

Mostrarles la riqueza musical venezolana era la manera que Alirio Díaz tenía de explicarles a los asombrados europeos cómo había ocurrido ese portento de que un genio de las seis cuerdas saliera de lo profundo de un país suramericano, tan lejano de la vieja Europa. Cuando insistían en que lo explicara con palabras, decía que no era, en realidad, nada extraordinario, que en su Venezuela, la música germinaba aquí y allá, y al parecer se empeñaba en hacerlo con especial contundencia en las tierras áridas de Lara.

Alirio Díaz, a quien en Italia llamaron il chitarrista dei due mondi (el guitarrista de los dos mundos), falleció hace cuatro años en Roma, pero como para no dejar lugar a dudas de su nacionalidad, su muerte sobrevino el 5 de julio. Y

lirio Díaz veía a sus guitarras como mujeres. Y no se conformó nunca con una, sino que tuvo un harem, según lo decía en tono de chanza.
La cosa operaba más o menos así: una de las “chicas” era para el día a día de los ensayos; otra resultaba ideal para grabar los discos; una tercera funcionaba en la comunión pública de los conciertos individuales; la de las presentaciones con orquesta de cámara sabía esperar su oportunidad; lo mismo que la especial para conciertos con orquesta completa.

Ese reparto de su corazón entre tantas muchachas sonoras le valió para ser uno de los más grandes ejecutantes del instrumento a escala mundial.

Los amores del insigne músico con el instrumento de seis cuerdas comenzaron desde muy temprano en su vida, aunque sus inicios fueron los típicos de legiones de jóvenes larenses: con el cuatro. En las primeras etapas de su formación también coqueteó con el canto coral y con el saxofón. Siguiendo con su símil, la guitarra-mujer, en cierto momento, se le plantó celosa. Si quería seguir, tenía que consagrarse solo a ella (o a ellas). Y lo hizo. Fueron alrededor de siete décadas acariciando esos cuerpos de madera y brindando al mundo los frutos de tan prolongado idilio.

Alirio Díaz nació en la Venezuela profunda. No pensemos en Caracas, que para 1923 era todavía semirrural; sino en el interior del país, en el estado Lara. Luego, dentro de Lara, no pensemos en su capital, Barquisimeto, sino en Carora. Y tampoco fue exactamente en esa ciudad de rancio abolengo, sino en un poblado ubicado a 30 kilómetros: La Candelaria.

En esas tierras resecas aprendió los rudimentos de la música, con el cuatro y la guitarra, y comenzó a tomar cuerpo la leyenda de su prodigiosa voz. Una madrugada, cuando apenas tenía 16 años, caminó esos 30 kilómetros con sus alpargatas viejas (las nuevas las llevaba en el mapire) y dio el primer gran paso: llegar a Carora, donde contaría con el padrinazgo de una figura intelectual de primer orden, Cecilio Zubillaga, “el Chío”.

De la propia voz de Díaz, en diversas entrevistas y testimonios, pudo saberse que en esa temprana partida del hogar influyó el acre carácter de su padre, quien crió a punta de rejo a su extensa prole de ocho hijos. Los hermanos tampoco aguantaron mucho. Todos se fueron también, con la diferencia de que no se dedicaron a la música sino a la industria petrolera que hacía eclosión en el vecino estado Zulia.

En compensación, tal vez, la vida premió al virtuoso muchacho con varios tutores y maestros que lo guiaron, con menos rudeza, aunque seguramente también con gran rigor. Luego de un tiempo al amparo de Zubillaga, este lo impulsó a trasladarse a Trujillo, a aprender bajo la batuta de un histórico de la composición y la dirección, Laudelino Mejías, el autor del exquisito vals Conticinio.

Su providencial cadena de “padres musicales” siguió cuando dio su otro salto natural, esta vez hacia Caracas. En la capital se formó en la Escuela José Ángel Lamas con maestros como Vicente Emilio Sojo, Juan Bautista Plaza, Pedro Ramos, Primo Moschini y el profesor de guitarra Raúl Borges.

Igual como había ocurrido con La Candelaria, con Carora y con Trujillo, pasó con Caracas: más pronto que tarde se hizo necesario buscar otros horizontes, porque el talento de aquel campesino era universal. Fue entonces a España, a estudiar y a mezclarse con guitarristas y compositores de esa misma talla, como Regino Sainz de Maza y Joaquín Rodrigo. Luego de un tiempo triunfando en España, tierra de guitarristas egregios, siguió en su tenaz empeño por perfeccionarse. Fue a estudiar a la Academia Musical Chigiana, en Siena, Italia, con otro de sus ídolos, Andrés Segovia, quien no tardó en reconocer su talento y catalogarlo -con toda la autoridad que le respaldaba- como la principal promesa de la guitarra clásica del planeta.

El periplo formativo de Alirio Díaz encontró en Italia un asiento y terminó por hacerla su segunda patria. Concretamente, vivió en Nápoles, donde la cultura en general, y la guitarra en particular guardan mucho de sus raíces españolas.

Pero nadie debe creer que el humilde muchacho de Lara adentro se convirtió en su autoexilio italiano en un músico ajeno a la patria. Por el contrario, fue uno de los principales difusores de la rica herencia venezolana. En sus interacciones con los grandes guitarristas del mundo pudo mostrarles, además, lo complejos y exigentes que son algunos de nuestros géneros. Por ejemplo, cuando tocaba Seis por derecho, de Antonio Lauro, en escenarios europeos, dejaba a todos boquiabiertos, pues de su guitarra brotaban arpas y cuatros y bandolas.

Al eminente maestro le encantaba hacer esas extrapolaciones de instrumentos. Él solía llamarlas “traducciones”. En esa tónica era que interpretaba Los Caujaritos, de Ignacio “Indio” Figueredo, en un arreglo para dos guitarras que presentó acompañado de su hijo Senio Díaz.

Mostrarles la riqueza musical venezolana era la manera que Alirio Díaz tenía de explicarles a los asombrados europeos cómo había ocurrido ese portento de que un genio de las seis cuerdas saliera de lo profundo de un país suramericano, tan lejano de la vieja Europa. Cuando insistían en que lo explicara con palabras, decía que no era, en realidad, nada extraordinario, que en su Venezuela, la música germinaba aquí y allá, y al parecer se empeñaba en hacerlo con especial contundencia en las tierras áridas de Lara.

Alirio Díaz, a quien en Italia llamaron il chitarrista dei due mondi (el guitarrista de los dos mundos), falleció hace cuatro años en Roma, pero como para no dejar lugar a dudas de su nacionalidad, su muerte sobrevino el 5 de julio. Y aún hoy, en ambos lados del océano, sus novias, las guitarras, siguen llorando su ausencia.


Maestro de la gratitud
Para llegar a ser figura, Alirio Díaz tuvo que pasar por muchos trabajos, algunos musicales y otros no.

Casi niño fue cantante pues tenía una voz privilegiada. En Carora fue portero de un cine y en Trujillo, tipografista, corrector de pruebas, guitarrista en una emisora y saxofonista en la banda del estado. Ya en la capital también tocó el instrumento de viento en la Banda Marcial Caracas y, como casi todo músico que merezca llamarse tal, mató tigres en lugares nocturnos o en la radio.

El talento que se le desbordaba y los buenos oficios del maestro Sojo le permitieron ir a Europa con una beca. De allí en adelante, pudo consagrarse a su excelso arte.

Una de sus grandes enseñanzas vale para los músicos y para todos los demás: supo expresar gratitud por sus mentores. Del “Chío” Zubillaga siempre dijo que le debía todo. “Él no era músico, pero llevaba en la sangre la sensibilidad de la música”. Y de Laudelino Mejías afirmaba que “fue un inmenso maestro. Para mí fue algo extraordinario encontrarme con ese gran creador y compositor”.

También tenía siempre en los labios los nombres de sus amigos, entre ellos sus paisanos, Rodrigo Riera (otro gigante de la guitarra) y el dirigente político Héctor Mujica. Tampoco dejó nunca de encomiar a Antonio Lauro y a sus maestros de la Escuela Lamas. Alirio Díaz, además de la guitarra, fue un virtuoso de la gratitud y la amistad.

aún hoy, en ambos lados del océano, sus novias, las guitarras, siguen llorando su ausencia.
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Maestro de la gratitud

Para llegar a ser figura, Alirio Díaz tuvo que pasar por muchos trabajos, algunos musicales y otros no.

Casi niño fue cantante pues tenía una voz privilegiada. En Carora fue portero de un cine y en Trujillo, tipografista, corrector de pruebas, guitarrista en una emisora y saxofonista en la banda del estado. Ya en la capital también tocó el instrumento de viento en la Banda Marcial Caracas y, como casi todo músico que merezca llamarse tal, mató tigres en lugares nocturnos o en la radio.

El talento que se le desbordaba y los buenos oficios del maestro Sojo le permitieron ir a Europa con una beca. De allí en adelante, pudo consagrarse a su excelso arte.

Una de sus grandes enseñanzas vale para los músicos y para todos los demás: supo expresar gratitud por sus mentores. Del “Chío” Zubillaga siempre dijo que le debía todo. “Él no era músico, pero llevaba en la sangre la sensibilidad de la música”. Y de Laudelino Mejías afirmaba que “fue un inmenso maestro. Para mí fue algo extraordinario encontrarme con ese gran creador y compositor”.

También tenía siempre en los labios los nombres de sus amigos, entre ellos sus paisanos, Rodrigo Riera (otro gigante de la guitarra) y el dirigente político Héctor Mujica. Tampoco dejó nunca de encomiar a Antonio Lauro y a sus maestros de la Escuela Lamas. Alirio Díaz, además de la guitarra, fue un virtuoso de la gratitud y la amistad.

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