Las razones por las que EEUU no considera la “opción militar”


En 2017, Trump nombró por primera vez la “opción militar” rodeado de funcionarios que no continúan activos en su administración (Foto: Jonathan Ernst / Reuters)

La amenaza militar contra Venezuela escaló en el 2019 con la autoproclamación de Juan Guaidó. Su liderazgo, fabricado en los pasillos de la Casa Blanca, está empañado por las frecuentes indicaciones de distintos emisarios del gobierno estadounidense, incluyendo al presidente Donald Trump, de que “todas las opciones están sobre la mesa”.

Esta alusión a utilizar la fuerza militar de manera directa se ha manejado como una forma de intimidación hasta ahora. Las acciones irregulares de desestabilización no han desgastado el respaldo popular hacia el gobierno de Nicolás Maduro. Este jueves el delegado de Donald Trump para Venezuela, Elliott Abrams dijo: “sería prematuro que la oposición venezolana pidiera una intervención porque en Europa, América Latina y Estados Unidos no lo estamos considerando”.

Por qué EEUU no puede ganar las guerras con medios militares

Una mirada a los resultados de las últimas operaciones militares de Estados Unidos en Afganistán, Irak y Siria, con cuantiosos gastos militares de por medio, confirman el fracaso militar del Imperio en su intento por mantener el dominio de espacios comerciales vitales y su posición privilegiada, en un momento donde el centro de poder se desplaza hacia Rusia y China.

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El jefe del Comando Sur, Craig Faller, se reunió con el Jefe de las FFAA de Colombia, Luis Navarro, unos días antes del intento de ingresar “ayuda humanitaria”. (Foto: Comando Sur)

Según el autor estadounidense, Stephen B. Young, las fallas de Estados Unidos en las campañas de guerra se deben a que utiliza solo los extremos del poder duro y blando, a saber, operaciones militares y de asedio financiero para agredir directamente a un país o acciones encubiertas del tipo “primavera árabe”.

Young plantea que en las políticas de seguridad nacional “tanto el poder duro como el blando se aplican unilateralmente, por lo que la carga del éxito (o fracaso) recae principalmente en nosotros mismos”.

No es que cada punto de conflicto esté únicamente abordado por estadounidenses, sino que cada vez más, las alianzas de Washington con otros actores políticos del mundo se hacen en términos de subordinación y las órdenes son dictadas sin previo consenso. Al fracasar en las operaciones, estropean la imagen de poder unipolar que proyectan en los países conquistados culturalmente peligrando las lealtades ciegas.

Los países integrantes de la OTAN en la mayoría de las ocasiones han acatado las órdenes norteamericanas de agredir países en África, Oriente Medio y Europa Oriental, pero en ocasiones recientes, como en el abordaje del asedio a Irán, se han decidido por las soluciones diplomáticas.

En tales circunstancias, imitar este modelo en la región latinoamericana, aprovechando que cuentan con el respaldo público de facciones de la extrema derecha que se han instalado en gobiernos anteriormente progresistas, es un movimiento temerario.

Posición euroasiática ante el declive de la amenaza occidental

Una vez que los neoconservadores retomaron los principales puestos de poder dentro de la administración de Trump, las líneas trazadas en el mapa de objetivos estratégicos para la nación fueron afincadas con una escalada simultánea de conflictos.

Los comunicados oficiales de tomar caminos violentos en el Mar de China, Corea del Norte, Irán, Crimea y ahora Venezuela, se han alternado como represalia a los pasos coordinados por Moscú y Pekín para construir nuevas formas de relacionarse comercialmente con otras regiones.

Tanto Rusia como China se defienden del asedio multimensional de Estados Unidos valiéndose de una identidad nacional fortalecida y respetando la que construyen con otras naciones bajo sus propios códigos, ofreciendo relaciones militares y comerciales bajo acuerdos diplomáticos basados en la aprobación mutua. Una diferencia abismal que solo agrava la hegemonía liberal estadounidense.

Intervención en Venezuela: variables en contra, factores negativos y costos

Ante este desfavorable cuadro geopolítico para Estados Unidos se presenta la opción militar en Venezuela. Los medios corporativos han aportado gran parte de los análisis que sopesan las variables de una guerra en territorio sudamericano. Enfatizan el rechazo masivo que esta insinuación generó en la opinión pública internacional, aún con el propagandizado argumento de que en Venezuela se vive una crisis humanitaria comparable con Yemen.

Ni los países más obstinados en el cambio de régimen del chavismo, ni los organismos multilaterales, tienen intenciones de acompañar públicamente la afirmación. Es así como el mismo Elliot Abrams, enviado especial de Washington para Venezuela, tuvo que calibrar el discurso bélico, negando el desarrollo de este escenario como próxima acción inmediata.

Pero la falta de consenso global o el evidente respaldo diplomático de los gobiernos de China y Rusia a Venezuela no son los únicos factores que retraen a la Casa Blanca. En una nota publicada por The Guardian en enero de 2019, se tomó en cuenta las anteriores intervenciones militares abiertas en países latinoamericanos. Las referencias más inmediatas son las intervenciones a Granada y Panamá en 1983 y 1989, respectivamente, y luego a Haití en 1994.

En todos los casos Estados Unidos se embarcó con altas probabilidades de éxito al tratarse de países pequeños con una preparación militar mucho menos relevante. Ante estas referencias, el portal sentencia que “Venezuela no es Granada o Panamá, los dos países latinoamericanos invadidos por Estados Unidos durante los últimos días de la Guerra Fría”, añadiendo las claras diferencias con la composición militar venezolana.

Al revisar únicamente los aspectos estadísticos, el país tiene actualmente mayor proximidad militar a la región árabe que a países centroamericanos y caribeños, siendo incluso ubicadas en el ranking mundial del sitio web Global Firepower por encima de Siria e Irak, que derrotaron en el terreno a los grupos mercenarios del Estado Islámico financiados por Estados Unidos, además de forzar el retiro de sus fuerzas militares instaladas allí.

Más preocupante es que Colombia se ubique varios puestos por debajo, ya que es el único candidato fronterizo que ha prestado su territorio y sus soldados en operaciones especiales para entrenar y supervisar a las células terroristas que ingresan al país a diferencia de Brasil, país con mayores proporciones bélicas que desde el ascenso de Bolsonaro refuerza las relaciones con Estados Unidos, pero que en su seno militar insistentemente rechazan una intervención militar.

Además de la dotación tecnológica de armamento militar, proporcionada principalmente a través de convenios con Rusia, Venezuela cuenta con un tejido caracterizado por la fuerte unión cívico-militar. Los fallidos intentos por conseguir una deserción considerable de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) develan que Estados Unidos no pasa por alto este factor.

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Venezuela espera contar con más de dos millones de milicianos para final de año (Foto: Diario Popular)

Un artículo de opinión escrito por Shannon K. O’Neil publicado por el medio financiero Bloomberg, explica que estimando el grueso del chavismo en un 20 por ciento, “es casi seguro que estas personas lucharían contra una campaña no convencional”, en caso de una intervención militar. Un agregado civil, organizado en movimientos sociales y políticos, complementa los 160.000 combatientes activos de las FANB que exigiría la participación de 150.000 tropas regulares estadounidenses.

Las prácticas de operaciones multinacionales que se han venido desarrollando en la región latinoamericana, tampoco son garantía de ventajas. En los últimos años, el Comando Sur de Estados Unidos aumentó los ejercicios militares en los alrededores de Venezuela. Es el caso de los “Vientos Alisios” (con la participación de países caribeños) y la “Operación América Unida” (en la triple frontera de Brasil, Colombia y Perú) ambas desarrolladas en 2017 bajo el supuesto de manejar situaciones de desastre.

A pesar de ello, los países implicados sostienen su reticencia al conflicto armado, pues no se sienten preparados militarmente para afrontar un escenario similar al de Irak, reconociendo que la campaña se extendería por años.

Por otro lado, los efectos de una masiva ola migratoria desatadas por la invasión tampoco le es indiferente a los encargados políticos de Washington, estando tan cerca del punto de conflicto.

Teniendo en cuenta las políticas migratorias que Estados Unidos implementó contra los migrantes económicos venezolanos entre 2017 y 2018, negándole asilo político y deportándolos en algunos casos, es poco probable que en un hipotético caso de éxodo estén en la disposición de prestar apoyo logístico a refugiados de guerra.

Otras contradicciones salen a flote. The Guardian advierte que “Si Siria es un punto de referencia, entonces apoyar a un millón de refugiados costará entre 3.000 y 5.000 millones de dólares al año”. Hasta ahora, para financiar la ayuda humanitaria se han desembolsado menos de 70 millones de dólares.

Justamente el manejo de todas esas variables, motiva a que paralelamente al discurso pro-belicista de Estados Unidos, emerja Canadá para liderar acciones revestidas de diplomacia que sumen apoyo al gobierno ficticio de Guaidó en la región, compensando la falta de empuje que deja el empuje a la confrontación abierta.

La ineficacia de los métodos de golpe suave (encomendados a figuras locales del antichavismo) para conectar con la sociedad venezolana en las incursiones de desestabilización de 2014 y 2017, se derivó de la anarquía y la ingobernabilidad que imperaba en las zonas donde el gobierno estuvo en desventaja. La experiencia de esos momentos de violencia extrema, trasladó a sectores indecisos hacia las propuestas de retorno a la Paz que el Estado venezolano supo colocar en la mesa.

Que ahora Juan Guaidó, cara comercial de la injerencia extranjera, exhorte abiertamente a una intervención militar, dificulta que las operaciones no convencionales puedan catalizar el malestar producido por el sabotaje a los servicios básicos y transformarlo en protestas violentas que cubran la filtración de grupos armados, emulando las revoluciones de color anteriores.

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