Haití: El polvorín


Lautaro Rivara

El humo espeso y rancio de la basura quemada. Las filigranas esparcidas de los neumáticos consumidos. Cientos de barricadas trancando prácticamente todas las arterias de la capital Puerto Príncipe: la mil veces destruida ciudad, la mil veces levantada del suelo, en esa historia larga que contara con tanto amor el historiador Georges Corvington. Normalmente uno puede hacer casi cualquier cosa en las calles de Puerto Príncipe: comprar muebles o baratijas, sacar fotocopias, languidecer al sol o incluso lavarse los pies por unos cuantos goudes.

Pero hoy no es un día como los otros. El endemoniado tráfico de la urbe está ahora en suspenso, y ésta vez no es por el terremoto que se lo tragó todo hace ocho años, y que aún muestra algunas cicatrices en la infraestructura colapsada de la ciudad. Hay surtidores de gasolina en llamas. Los “tap-rap” que movilizan al conjunto de las clases populares, aparecen reducidos a su esqueleto de lata y arrojados a la vera de la ruta. Las calles y los cruces de caminos lucen extraños sin el menudeo incesante de los mercados. Ya nadie lleva sus palanganas o sus galones en la cabeza: es preciso andar ligero para llegar sano y salvo a casa. Hay aglomeraciones espontáneas, corridas sin rumbo fijo y una represión descoordinada, azarosa, de las fuerzas de seguridad.

Y sin embargo: uno, dos, tres muertos que se apilan como las fichas del dominó que tanto disfrutan los haitianos, y que he visto barajar en sus manos como auténticos prestidigitadores.

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Se trata de un estado de insurrección general que comenzó a las 16hs del viernes y pronto se extendió a otras localidades del país: Cabo Haitiano, en el norte, Les Cayes, al sur, Jérémie, en Grand-Anse. Incluso Mowi, la ciudad del Departamento L´Artibonite en que vive la Brigada Jean-Jacques Dessalines, amanece trancada, con sus pobladores en estado de movilización permanente. Más de uno durmió un sueño áspero sobre el asfalto, quizás asistido por ese ron intomable pero rendidor que llaman kleren. Ya van dos días de combate desatados tras el decreto de la más impopular de las medidas, el aumento del precio de los combustibles. Sólo un necio o un despistado podrá manifestar sorpresa en el país ante la virulencia y la magnitud de las protestas.

El inminente aumento del precio de los combustibles había sido anunciado en el mes de mayo, suscitando un rechazo generalizado en amplios sectores de la población: partidos de oposición, sindicatos del transporte y del sector público, movimientos sociales rurales y urbanos, e incluso sectores empresarios. Fueron esas múltiples resistencias las que dilataron hasta ahora la ejecución de la medida. Incluso no faltó quién, prode en mano, profetizara el derrocamiento del gobierno de concretarse el nuevo cuadro tarifario. Los mundiales de fútbol y la política haitiana suelen estar atravesados por esos finales improbables.

Al final, ingenuamente confiados en la cobertura propicia ofrecida por el evento deportivo, el gobierno, en un escueto y casi clandestino comunicado de prensa firmado por los ministros de Economía y Finanzas y de Comercio e Industria, concretó la medida. El zarpazo al bolsillo de obreros y campesinos se fijó en torno a un aumento del 38% para el precio de la gasolina, 47% para el gasoil y 51% para el kerosene.

Cabe destacar algo para entender la magnitud de la estafa: las clases populares consumen casi exclusivamente carbón y kerosene para cocinar e iluminar sus hogares, en un país en donde el suministro de gas es un raro lujo restringido a sectores de la pequeña y alta burguesía, y en dónde la electricidad brindada por el estado es intermitente y cubre sólo algunos centros urbanos. Por el otro, que el precio de los combustibles es un precio transversal que previsiblemente habría de disparar todos los demás precios de la economía, en particular en dos rubros sumamente sensibles: el transporte y la alimentación. Esto, sumado a una inflación que ronda el 14% y a un salario mínimo diario que pasaría a equivaler a un galón de kerosene (poco más de cinco dólares), podría arrojar a la franja del hambre a cientos de miles de personas que viven día a día en el limbo de la supervivencia en el país más pobre de América Latina y el Caribe. Pobre pero honrado, como se dice.

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Como resabios de un mundial que ya a nadie parece importarle en el país, y que hasta ayer suscitó tantas pasiones, algunas banderas de Brasil y Argentina aún penden de las casas, un poco ennegrecidas por el humo, pero respetadas como santuarios. Los habitantes de la periferia, movilizados, hartos, gritan sus consignas en un krèyol ronco.

El krèyol, o criollo haitiano, esa lengua singular que se africaniza hacia abajo y que se europeiza hacia arriba. Esa lengua (dialecto dirán algunos con mala fe), a la que los franceses consideran “un francés mal hablado”. Muy por el contrario, es el francés el que constituye un krèyol pésimamente escrito, lleno de fonemas inútiles y letras como quistes. Los haitianos, por lo común gritones, hoy están desbocados. El lenguaje que hasta en la más amena de las conversaciones siempre tiene aires de trifulca, hoy aparece como exasperado. La geografía del conflicto, en cambio, sí que remite a la lengua de Rabelais, al menos en los carteles: Delmas, Tabarre, Croix des Bouquets, Lison, Martissant, etc.

Y sin embargo, los sitios son bien haitianos desde que Dessalines, el indiscutido prócer nacional, enterró aquí al anteúltimo de los galos y estableciera en la Constitución de 1805 que “todos los ciudadanos, de aquí en adelante, serán conocidos por la denominación genérica de negros”. Desde ese momento, los precavidos burgueses, al menos los blancos, prefieren vivir a cierta distancia, en Estados Unidos, en Canadá o en la propia Francia. Al decir del poeta Roque Dalton: ellos no tienen patria aquí, sino sólo una hacienda.

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Las multitudes montan y reconstruyen las barricadas sistemáticamente deshechas por policías que bien preferirían estar ahora acuartelados. En esta ciudad ciertamente inmensa, no hay quién no conozca a los uniformados y a sus familias, y nadie quiere sufrir represalias después del trabajo. La lucha de clases dibuja sus formas originales en un país donde es notorio el desbalance entre la espontaneidad, masividad y radicalidad de las protestas y las capacidades efectivas de la oposición o de las organizaciones populares por conducir o siquiera articular los procesos de masas.

El clásico y nunca saldado debate entre Rosa Luxemburgo y Lenin, lejos de secarse, se actualiza hoy en este rincón de las Antillas. ¿Cuáles son los alcances y las limitaciones de la lucha espontánea, radical, libre del corset de las formas orgánicas? ¿Cuáles son los límites de una movilización con capacidad destituyente, pero sin proyecto ni objetivos más allá de lo inmediato? ¿Qué secreta inteligencia colectiva mueve los resortes de voluntades dispersas que se coordinan pese a todo? ¿Cúal debería ser el rol preciso de los partidos, los movimientos o los partidos-movimientos? ¿Son las protestas de calle un acto político pleno o bien se trata de “formas prerrevolucionarias de la violencia”?, tal como subtitulara el marxista argentino Roberto Carri su conocida obra sobre Isidro Velázquez.

Las protestas, por lo pronto, se parecen más a una pelea de gallos que al campo reglado de un ajedrez sólo concebible en los manuales. Los jóvenes, algunos más bien niños, están en la primera fila del conflicto. Y se les va la vida y se les va la muerte en la patriada. Muchos llevan todavía las camisetas de Neymar y Messi, o bien andan con el torso desnudo. Ni el más “civilizado” podría andar de frac y de levita entre los fogonazos de la calle y el sol ardiente de esta zona tórrida. Es la historia en cueros, la memoria casi genética de un pueblo aguerrido que, paradojas insulares, sólo teme al mar. “Hijos de Dessalines” se llaman a sí mismos, y es mucho más que una bravuconada.

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17 hs. del día sábado. El gobierno, a través de su primer ministro, anuncia en Twitter, tras las condenas de rigor a la violencia generalizada, que ha suspendido temporalmente la impopular medida. Ha quedado atrás el tiempo heroico  en el que la dirigencia política anunciaba las buenas nuevas o los malos tiempos por venir con la frontalidad de los profetas ante los feligreses. Ahora Twitter, la red de los irónicos, los escuetos y también de los cobardes, ahorra las molestias de construir la larga lista de preguntas prohibidas en las conferencias de prensa. Si no se tratara de una firma digital, juraría que hay una mano temblorosa tras ese trazo inseguro.

No es un terremoto, pero se ve que la tierra les está temblando a algunos bajo los pies. El mutis por el foro del elenco gubernamental hace presuponer extensas reuniones entre el presidente Jovenel Moïse y los verdaderos detentadores del poder: las empresas transnacionales, la embajada norteamericana, la misión de la ONU, quizás un puñado de ONGs directamente ligadas al Departamento de Estado.

Podríamos hablar de un gobierno títere, pero hasta los títeres ofrecen ciertas resistencias físicas a la mano que los manipula. Más bien deberíamos hablar, en sintonía con la cultura popular haitiana y sus manifestaciones religiosas, de zombis. Zombis dirigidos a control remoto, desprovistos de cualquier voluntad y raciocinio.

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Haití es el país en dónde se ejercitan los imperialismos de primera mano, de segunda o de cuarta. Éste es el paraíso del libre comercio en dónde una empresa otrora ligada a las milicias vietnamitas puede dirigir un emporio de la comunicación o en donde Corea del Sur puede atrincherarse en los cuantiosos beneficios de la industria textil. Ni hablar ya de las potencias de porte que hacen y deshacen a gusto y piacere. Francia, la que nunca se fue del todo; Canadá, siempre entrometida aunque nunca tuvo vela en este entierro; y claro, Estados Unidos y todos los que cuidan de sus cuartos traseros en los países que el inefable Donald Trump tildara de “sheethole”, agujeros de mierda. Incluso China, del Arco del Orinoco y del Canal de Nicaragua para arriba, afila los cubiertos en el gran banquete del Caribe.

Y es que en realidad el problema de fondo no es el precio del combustible. El problema central, el verdadero nudo del asunto, es la soberanía haitiana, o más bien su ausencia. Haití no es un estado “fallido” como sugiere una mirada mistificadora y anti-histórica que parece no reconocer culpables. Haití es un estado impedido. ¿Impedido por quién? Por las potencias coloniales que han invadido, saqueado y tutelado el país desde la Francia de la esclavitud plantacionista, con Napoléon y el General Leclerc a la cabeza, hasta los Estados Unidos, quienes dieron su enésimo golpe militar en 2004 para derrocar al gobierno popular y democrático de Jean-Bertrand Aristide.

Hasta Brasil, con sus aires de gran señor de la geopolítica mundial, se arrogó el derecho a comandar la misión de ocupación de la ONU, la MINUSTAH (hoy MINUJUSTH), con la candorosa esperanza de negociar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Hay quién dirá que ésta es una vieja cantinela, y preferirá cifrar en consideraciones raciales (es decir, racistas), en alguna secreta fatalidad del destino, o en razones puramente autónomas las causas profundas del drama haitiano.

Pero no existe ni existió tal autonomía en la larga historia de la nación caribeña, aún Revolución mediante. Así lo demuestra, hoy en día, el hecho de que el aumento del combustible fuera definido y operado por el mismísimo Fondo Monetario Internacional tras los acuerdos de febrero, como requisito para inyectar dólares frescos en la magra economía haitiana. Recientemente el Banco Interamericano de Desarrollo redobló las presiones a cambio de una inversión presupuestaria de 40 millones de dólares de los que, claro, destinaría algunos vueltos para financiar la “Caravana del cambio”, la “política de desarrollo” de Moïse por la cual largas filas de vehículos blindados se pasean por el país nadie sabe muy bien para qué.

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El estado haitiano es como el Rey Desnudo de la fábula. Todos saben que lo está, pero nadie en el gobierno quiere decirlo. Nadie cree realmente en esa pretenciosa soberanía que el gobierno haitiano reclama para sí, cuando un porcentaje ostensible del PBI nacional depende de la “ayuda externa”, ayuda por la cual los ayudadores se ayudan más a sí mismos que a Haití, como lo demuestran los escándalos de corrupción, la irregular prestación de cuentas de las ONGs, o los cuantiosos sueldos de miles de dizque voluntarios.

Hoy, la continuidad de la ocupación extranjera camuflada con la reconversión de la MINUSTAH en MINUJUSTH no representa más que una política de vino viejo en odres nuevos. Y ni hablar de la reactivación de las fuerzas armadas nacionales a través de un Estado Mayor que fue partícipe directo de la extensa y trágica dictadura de los Duvalier, lo cual viene a ser como un puñado de sal para el sediento.

La preocupación, hoy por hoy, es que éstas masivas movilizaciones que han logrado frenar la última acción de la ofensiva neoliberal en curso, no se conviertan en un pretexto que derive en una terapia de shock político-militar, escalando el conflicto hasta niveles de violencia inimaginables. Por ahora se desconoce qué rol jugará la MINUJUSTH y los Estados Unidos, pero a la hora de cerrar este texto circula una imagen del Aeropuerto Internacional Toussaint Louverture, con una pista de aterrizaje en dónde se ven unos soberbios helicópteros militares que seguramente no han aterrizado aquí con fines

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Haití merece una oportunidad. Así lo dice un elemental imperativo ético. Así lo afirman los pactos internacionales en materia de soberanía y autodeterminación de las naciones. Sin dudas, como dijera el poeta y político martiniqués Aimé Césaire: “No nos desharemos tan fácilmente de estas cabezas de hombres, de estas cosechas de orejas, de estas casas quemadas, de estas invasiones godas, de esta sangre que humea, de estas ciudades que se evaporan al filo de la espada.” Hará falta mucha agua para limpiar la sangre de estas montañas.

No será fácil la gesta. Pero Haití, sin cuya revolución hoy continuaríamos atados a los grilletes de la esclavitud plantacionista; Haití, que supo dar asilo, sosiego y armas al libertador Simón Bolívar y ofrecerlo al federal argentino Manuel Dorrego, merece una oportunidad. Una oportunidad que precisa ciertamente de la ayuda sincera y desinteresada de sus pueblos hermanos. Pero una oportunidad libre de ocupaciones militares, de tutelas políticas y de imposiciones económicas como las que detonaron este intenso conflicto. Sólo así dejará de explotar recurrentemente el polvorín haitiano, para el fingido horror de quienes solo vuelven la mirada a este lugar del Caribe para certificar sus prejuicios o balbucear su lástima.

Es hora, de una buena vez, de dejar en paz a Haití.

Sociólogo, poeta y miembro de la Brigada Jean-Jacques Dessalines de Solidaridad con Haití.

Fuente:

https://batalladeideas.org/, julio 2018
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