CONSIDERACIONES ACERCA DEL MARAVILLOSO ARTE DE LEER Y CAGAR EN SIMULTÁNEO – CARLOS PÉREZ MUJICA


 por elelefantebocarriba

Al contrario de Sol Linares que declara públicamente en su artículo Sobre los verbos leer y cagar su imposibilidad para cumplir con el rito de la “lectura sanitaria” (https://sollinares.blogspot.com/2018/06/sobre-los-verbos-cagar-y-leer.html), yo confieso que incursioné en esas lides a muy temprana edad, por lo que sin proclamarme un erudito acerca del tema, puedo pasar como testigo a revelar algunas de sus peculiaridades. Para ella en un malabarismo literario, “pujar y leer no son verbos que puedan conjugar” para mí en un acto de prestidigitación idiomática son “entrañables”. No es que haya comenzado con Caperucita mis andanzas de “lector de excusado”, pero si recuerdo -como segunda generación de leedores de W.C., heredero de las costumbres y manías paternas-, el pasar temprano los domingos con mi suplemento de comiquitas al baño del final del pasillo, mientras él hacía lo propio en el retrete de su cuarto. Cigarro de por medio iba mi padre con el cuerpo A de El Nacional preparado para la batalla, a enterarse del acontecer patrio, mientras yo despachaba por mi cuenta a “Olafo, el amargado” y el último capítulo de “El fantasma”, caricaturas que presumo extintas pues ya no escucho a nadie hablar de las hazañas del “Duende que camina”, ni mencionar las excentricidades del apestoso vikingo barbado. Desde las Memorias de Mamá Blanca hasta El principito, pasando por los capítulos más apasionantes de cualquiera de los libros de Jack London, por la meliflua María o por el telúrico comienzo de Doña Bárbara, la asepsia de interrupciones que proporcionaba el castizo váter de la infancia, armonizaron los ciclos de lectura con el de las costumbres evacuatorias gobernadas por nuestro muy particular ritmo circadiano. A solas conmigo mismo, alguna vez se desprendió contrita, entre un verso de Neruda y un pujo intestinal, una lágrima adolescente, confundida entre el sentimiento y la imperativa necesidad de “hacer del 2”. Leer, escribir, dibujar y “hacer del cuerpo” van unidos inseparablemente desde la misma irrupción del grafismo y sus manifestaciones más arcaicas. ¿Recuerdas cuando de niños en cualquier paseo a un río o al campo terminabas yendo a depositar tu recuerdito detrás de algún matorral u oculto por una empalizada?, ¿Qué hacías para pasar el mal rato y abstraerte de este mundo en semejantes circunstancias? ¡Pues se agarraba un palito, cualquier escuálida rama y se comenzaba a garabatear alguna cosa en la arena o sobre la tierra blanda! Recuerda Sol Linares las destrezas de Martín Lutero para leer e iluminarse en esa época en que aquellas letrinas postmedioevales imponían su lobreguez y desaseo. También nos cuenta de la predilección que los famosos Ernest Hemingway y Henry Miller profesaban por la lectura evacuatoria, éste último escribió sus Consideraciones sobre el acto de leer en el retrete, un divertido texto en donde Miller aunque revela su predilección por el bosque como sitio preferido para leer, no esconde su desliz juvenil con el retrete (http://www.leeporgusto.com/henry-miller-consideraciones-sobre-el-acto-de-leer-en-el-retrete/). Ha servido el cuarto de toilette entonces, para que esquivo y recluido, mientras te deshaces de los residuos que deja el apetito, sacies el “hambre” que de conocimientos puedas tener trasmutando el defecar en un evento de optimización del recurso horario. La limpidez de las paredes, la monotonía de las baldosas, la sensación de estar nuevamente acuclillado dentro del claustro materno, ponen al cerebro en un estado de liberación cercano al que se alcanza por medio de entonar un mantra o de escuchar un canto gregoriano. Hacer algo en estas soledades entonces “es paja”; pensar algo en medio de este silencio es tentar a la conciencia para que ésta comience a torturarte y te recuerde vainas que ya habías desechado. En el castizo váter todo sucede automáticamente, desde el retorcijón que advierte sobre la inminencia del acto, hasta el aleatorio encuentro con aquel pasaje iluminador que por mucho tiempo has buscado y que ha pasado inadvertido en el laberinto de la literatura. Sólo en el inodoro tienes la oportunidad sincera de leer despacio, aletargado mientras escurres las tripas, de activar el intelecto durante el vaciado ventral. Así pues, la lectura da sabiduría y el defecar serenidad, pero ambas actividades combinadas, cada una a su manera otorgan placer y por lo tanto extasiarán por partida doble al lector-evacuador en la soledad del su lavabo. En el peor de los casos si el llamado de la naturaleza no se concreta por más tiempo y empeño que el sujeto le dedique a la tarea, al menos saldrá algo más culto e instruido que cuando entró a ese recinto sagrado. Según arrojan los resultados de un trabajo israelí aparecido en 2009 en la revista Neurogastroenterology & Motility no estamos solos, es más los lectoevacuadores somos mayoría, como lo reflejan los números en ese artículo. Tanto como un 52.7% de la población adulta incluida en la muestra comparte la costumbre de ejercitarse en las lides de la lectura mientras descarta sus aguas mayores. Y aunque los lectores de inodoro pasan mucho tiempo sentados en el “trono”, no se observaron diferencias en cuanto a la frecuencia evacuatoria de los que desdeñan de esta manía y apenas había un avance que los dejaba como menos constipados que los no lectores (8.0 % vs. 13.7 %). En donde sé estos autores notaron algo perjudicial en esta práctica fue en la asociación de la misma con una mayor frecuencia de hemorroides ocurrida a los que se empeñan en educar sus posaderas (23.6 % frente al 18.2 %). Concluyen los israelíes que la lectura de “tocador” es un hábito común y benigno, que está involucrado con el deseo de pasar un mayor tiempo a solas en el wáter, al parecer más por diversión que por la necesidad de resolver problemas de tránsito intestinal (https://onlinelibrary.wiley.com/doi/pdf/10.1111/j.1365-2982.2008.01204.x). El perfil de los “bibliófilos de cagadero” -como ellos nos denominan-, nos revela como individuos de género masculino, más bien jóvenes, laicos, con nivel de educación superior, ejecutores de labores administrativas, por tanto de oficina, o como los denominara Upton Sinclair en la década de los 30’s, trabajadores de cuello blanco. Coincido con Roberto Echeto: “yo leo en el baño a mucha honra”, él además sabe y conseja cargar no con cualquier libro, si no con uno “de capítulos cortos (que) es perfecto para esos menesteres fisiológicos”. Lamentablemente ahora sustituida por la inmediatez del twitter o por la multiplicidad del Facebook o de Instagram, la lectura de libros en el excusado comienza a ceder espacio. Implica por supuesto menos tiempo en lectura y más superficialidad en el mensaje. Y no es que recomiende llevarse a un clásico de la literatura soviética para superar este trance cloacal, pero el glamour se pierde en la trivialidad de un emoticón. Por un momento, sólo por un momento imaginen que cualquiera de los twits que envían José Guerra, Delsa Solorzano, Diosdado Cabello, María Corina Machado, Henry Ramos o Nicolás Maduro haya podido ser escrito mientras ellos se encontraban pujando sudorosos y con la indecorosa facha de pantalones o faldas, interiores o pantaletas, a la altura de los tobillos y entenderán hasta dónde hemos llegado. Impulsado más por el tedio de un encuentro mundialista -entre una Costa Rica a la defensiva y un Brasil con estreñimiento de ideas-, que por los movimientos peristálticos de mi intestino melindroso, tomo de la mesa de noche un libro de 1977 editado por Anagrama, que me obsequiara hace muy poco un entrañable amigo -Fernand Duarte-, titulado El libro de la yerba y me dirijo hacia la tranquilidad del baño. Estando ya (o yo) entre el pujo y la lectura de lo que acerca del hachís y sus efectos Charles Baudeleire opinara, escucho la estridencia del multitudinario alarido con que una espontánea torcida brasileña exclama: ¡GOOOOOOLLLLLLL!!!!!… y pienso ¡Literalmente, que cagada!

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