El 68 mexicano: Tlatelolco, contra el país de pies de barro


Carlos Fazio

Todo empezó con un pleito a pedradas. El origen de los acontecimientos que sacudieron a México fue un zafarrancho entre alumnos de las escuelas vocacionales 2 y 5 y de la preparatoria popular Isaac Ochoterena, ocurrido el 23 de julio de 1968. El enfrentamiento fue aprovechado por la policía para agredir a los estudiantes. Tres días después se conectaron los sucesos puramente escolares con los políticos, cuando una manifestación conmemorativa de la revolución cubana –que seguía resistiendo a la bête noire del nacionalismo mexicano: Estados Unidos– intentó entrar al Zócalo, frente al Palacio Nacional, espacio entonces vedado a las protestas, y fue atacada por el cuerpo de granaderos. Saldo: 50 heridos.

El 29 de julio se decretó el cierre indefinido de la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam) y del Instituto Politécnico Nacional (Ipn). La intervención del Ejército causó estupor en la opinión pública. En la madrugada del 30, dos secciones de paracaidistas y un batallón de infantería, con tanques ligeros, jeeps con cañones de 101 milímetros y bazucas tomaron dos preparatorias y la Vocacional 5. Los soldados hicieron volar de un bazucazo la puerta de madera del Colegio de San Ildefonso. Hubo 400 heridos.

Estudiantes de la Unam y el Ipn –de tendencias ideológicas opuestas y escuelas irreconciliables–, y muchos profesores, se unieron ante la agresión: formaron un Consejo Nacional de Huelga. El 1 de agosto una manifestación de 50 mil estudiantes, encabezados por el rector de la Unam, Javier Barros Sierra, protestó por la violación de la autonomía universitaria y contra la represión. En un gesto simbólico que representó un desafío al todopoderoso sistema presidencialista mexicano, el rector puso la bandera nacional a media asta. Todo un país agraviado de luto.

Poco a poco el movimiento tomó un cariz sociopolítico. Creció la politización del estudiantado, la conciencia de su fuerza y la participación, y el activismo por la reforma de las estructuras. Los estudiantes asumieron una relación de iguales frente al poder; exigieron ser tratados como adultos. Y dos lenguajes diferentes, incomprensibles mutuamente, quedaron enfrentados: el del gobierno y el de la juventud.

Como en Berlín, Rio, Berkeley, París, Praga y Montevideo, el afán de democracia, de respeto a los derechos individuales, de rechazo a las autoridades establecidas, estuvo presente también en México. Fue un movimiento nacional y universal a la vez.

Alimentados por la labor de las agencias de noticias internacionales, ejemplos, valores y esperanzas dieron la vuelta al mundo, reproduciendo lemas, modas y patrones de conducta con una velocidad y una eficiencia sin precedentes. Más sensibles a ese tráfico de ideas e imágenes que otras capas de la población, los estudiantes se movieron inspirados no sólo por las verdaderas o imaginarias del país, sino también por las de otras latitudes.


En los primeros días de agosto el movimiento estudiantil mexicano estableció una plataforma reivindicativa de seis puntos que surgió como síntesis obligada de las demandas de los jóvenes agredidos: libertad para los presos políticos; derogación del artículo 145 del Código Penal Federal; destitución del jefe y subjefe de la Policía Preventiva así como del jefe de granaderos; indemnización a las víctimas de las agresiones de la fuerza pública; deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios públicos que intervinieron en el conflicto.

Ese petitorio, que se hizo famoso, fue la bandera del movimiento estudiantil. Una bandera que clamaba justicia y rechazaba la represión. Fue un movimiento antirrepresivo en su origen, que apoyado por la población del Distrito Federal creció y se transformó en político. Los estudiantes levantaron la limpia bandera de la Constitución. Y así, el rechazo estudiantil a la impunidad, la corrupción y el autoritarismo congénitos del Estado mexicano de los sesenta los hizo hermanarse con el Che Guevara hombre. No precisamente con sus ideas políticas, que la mayoría desconocía. Querían, para decirlo con las palabras del Che, graduarse de hombres. Por eso mismo fue que los estudiantes utilizaron también con profusión las imágenes de Emiliano Zapata, Benito Juárez, José María Morelos y Miguel Hidalgo, por su calidad de hombres. De hombres graduados.

No obstante el abismal y desproporcionado nivel de información al que tenían acceso los capitalinos en relación con la población del resto del país, donde debido al bombardeo de la propaganda oficial ser «chilango» era sinónimo de comunista, la inmensa mayoría de los habitantes del Distrito Federal no conocían las luchas de los dirigentes obreros Demetrio Vallejo, Valentín Campa y los otros presos políticos. Ni siquiera las conocía la mayoría de los estudiantes movilizados. Tampoco conocían la Constitución ni el texto del artículo 145. Pero rápido concluyeron que eran mexicanos injustamente presos. Por eso pidieron su libertad y la derogación del artículo en cuestión, la llamada «ley de disolución social», promulgada de emergencia en tiempos de guerra.

Defendieron sus demandas en forma tan entusiasta y tumultuosa que llenaron en tres ocasiones la Plaza de la Constitución (los días 5, 13 y 27 de agosto). Fueron manifestaciones populares espontáneas tan importantes como la de 1938, cuando el general Lázaro Cárdenas expropió el petróleo y el pueblo lo apoyó en las calles. La del 27 de agosto reunió a 250 mil personas en el Zócalo. Los estudiantes izaron la bandera rojinegra en una de las torres de la catedral. En la madrugada fueron desalojados por el Ejército.

Instigados por sectores ultraconservadores, el consorcio Televisa y su «comunicador» estrella, Jacobo Zabludovsky, manipularon el sentimiento religioso al amplificar la noticia de que la catedral había sido «profanada». Pero la campaña de «desagravio» auspiciada por la ultraderecha, que buscaba enfrentar a los católicos con los estudiantes, pronto quedó desactivada. Siguiendo instrucciones del arzobispo Miguel Darío Miranda, el encargado de comunicación social del Episcopado, Francisco Orozco Lomelín, declaró que «no hubo profanación alguna de la catedral». Por su parte, la Acción Católica Mexicana aclaró que ninguna de sus organizaciones había promovido actos de desagravio.

Siguieron tres días de desórdenes, con tanques en las calles, manifestantes golpeados, tiros y aprehensiones. El DF fue patrullado por tropas. El 1 de setiembre, al rendir su informe a la nación, el presidente Díaz Ordaz «tendió su mano» a los estudiantes. Con la mejor sonrisa en su cara de momia viviente, pronunció un discurso de «aquí no pasó nada». De las tres horas que habló, dedicó 40 minutos al tema del movimiento estudiantil. No aceptó ninguna demanda y exhortó a los estudiantes a volver a la normalidad. Advirtió que en caso contrario serían reprimidos. No podía imaginar que con ese discurso estaba dando paso a un nuevo período de violencia política en México.

Para octubre el régimen presidencialista, con 40 años ininterrumpidos en el poder, había preparado un magno evento destinado a servir de número central del exhibicionismo mexicano. La nueva edición de los Juegos Olímpicos catapultaría al mundo la idílica visión del ex asesor de la Oficina de Seguridad Nacional de Kennedy Walt Rostow –cuyo libro Las etapas del crecimiento económico era la biblia del momento–: un México apacible y próspero, alegre, de charros cantores con guitarra y pistola al cinto, con una arquitectura colonial envidiable y maravillas como las pirámides de Teotihuacán y las playas de Acapulco, Vallarta o Cancún. La imagen de una gran campaña publicitaria que en esos días tenía como eje a Estados Unidos («Visit Mexico Now») se complementaba con el socorrido «Como México no hay dos», orgulloso cliché de una revolución institucionalizada y precursora, a la que miraban con respeto otros autócratas del subcontinente latinoamericano.

Un hastío desbordante

El presidente y el partido de Estado, el Revolucionario Institucional (Pri), estaban magnetizados por la fiesta deportiva que, a la vez, les serviría como una pantalla para ocultar la realidad de un país adormecido por la repetición constante del santo nombre de una revolución que había tenido su último aire de renovación a comienzos de los años cuarenta. Un país de 45 millones de habitantes, donde más de 20 millones, en su mayoría campesinos analfabetos, vivían en absoluta miseria, sojuzgados. Peor: sin esperanza posible de que algunos de los logros de la gesta de Villa y Zapata los alcanzara algún día.

En 1968 casi el 60 por ciento de la población mexicana era menor de 25 años. Para esa masa de jóvenes la revolución mexicana sólo existía en la copiosa propaganda oficial y en las versiones de sus padres. El México real tenía pies de barro. Estaba signado por la corrupción, el caudillismo y un corrosivo conformismo. El patrón mandaba en la empresa y en los sindicatos. Los líderes «charros» se eternizaban y se convertían en diputados y senadores millonarios. No había canales de representación popular. La justicia era deficiente y estaba permeada por influencias, compadrazgos, y la «mordida» (soborno) ya era una institución.

Controlado por los priistas, había un parlamento servil. La «dictadura de partido» contaba con una maquinaria triturante. La oposición servía de comparsa al régimen. No había libertad de prensa ni de opinión. Salvo excepciones, los periodistas cobraban en la nómina del gobierno. Como corearon los estudiantes, era una «prensa vendida», dócil.

La política mexicana era oscura, secreta e inescrutable. El presidente de turno designaba a su sucesor; era el reino del «tapadismo» y el «dedazo». Se vivía en una democracia simulada, sin ciudadanos. Mandaba la «familia revolucionaria», y los «cachorros» en el poder irradiaban un paternalismo agobiante. Todos los mexicanos eran tratados como menores de edad.

Muchas expresiones de este estado de cosas las intuían los jóvenes capitalinos de clase media que ahora protestaban en las calles. El gobierno los había llenado de un lenguaje revolucionario hueco. Sus mayores habían renunciado a la lucha política y a la justicia social. Un mundo en crisis pedía cambios. Era el fin de una época.

Por eso los estudiantes enarbolaron las gastadas demandas de sus cansados padres. Salieron a las calles a revitalizar una cultura que mostraba signos de vejez y caducidad. Reclamaron autenticidad y arremetieron contra los formalismos y los valores tradicionales. En particular rechazaron la imagen paternalista del presidente, no por ser Díaz Ordaz sino por ser el vértice de un sistema hegemónico de dominación. Como los jóvenes de las barricadas de un mundo transformado ya en aldea global, mostraron creatividad, conciencia de sí mismos, idealismo, espontaneidad, inconformismo radical, agresividad. Querían la gloria de una revolución de verdad, no pura máscara. A falta de partidos políticos, las universidades habían terminado por ser los ámbitos donde los profesores y estudiantes expresaban libremente sus ideas. En el calor de la revuelta, los estudiantes proclamaban: «Unam, territorio libre de México».

Lo que reventó en julio del 68 fue el hastío. El hastío de la demagogia, de la marginación, del enmudecimiento, de la injusticia, del vacío, de la claudicación. El grito estudiantil sacudió las arcaicas estructuras del sistema. Todo México cabía en las demandas de los jóvenes sesentayocheros. Pero el planteo fue demasiado inquietante y peligroso para un régimen autoritario. La movilización estudiantil llevaba al caos, fue la lectura desde la cúspide del poder central. Una juventud idealista, ingenua, estaba siendo manipulada por los profesionales de la agitación y la violencia. Fue el discurso oficial: la «conjura comunista» como coartada. El gobierno no podía hablar y menos dialogar; se necesitaba una mano de hierro.

Esa fue la lógica del monólogo presidencial del 1 de setiembre, que exacerbó los ánimos de los estudiantes. Cuando dijo con esa sutileza de indio cazurro que «la pluralidad de ideologías» no debería romper «la unidad nacional», Díaz Ordaz estaba prácticamente pidiendo más conformismo y años de gobierno indiscutido para el Pri. Los dueños del sistema se resistían a todo cambio que viniera de los de abajo. Pero los mexicanos jóvenes habían roto el silencio y no estaban dispuestos a aceptar la «unidad» quieta diazordacista. Y se sucedieron los mitines en la ciudad universitaria de la Unam, el Ipn, Chapingo, la Normal Superior y en la «prepa mártir» de San Ildefonso.

El 13 de setiembre la Marcha del Silencio congregó a más de 300 mil obreros y estudiantes en el Zócalo. A la cabeza iba el rector Barros Sierra. Muchos marchaban con los labios sellados con tela adhesiva, mudos, para ratificar su rechazo a la violencia física y verbal que se les imputaba, y que era provocada por grupos de choque organizados por el régimen. Desde 1958 no había quien se atreviera a protestar. Diez años después, como escribió Elena Poniatowska, «México se levantó de la tumba, despertó de su letargo y su estallido nos conmovió a todos». El grito de coraje estudiantil terminó con el «ni modo» mexicano.

La manifestación acabó por exasperar a un gobernante que no admitía disenso ni réplica. Los medios repetían los dictados de Díaz Ordaz sobre la «conjura comunista internacional» que se abatía sobre México.

Se intoxicó a la opinión pública. Se preparó el terreno. El 18 de setiembre el Ejército ocupó la ciudad universitaria. Cinco días después, con apoyo de 400 carros blindados, tropas militares y policías tomaron a balazo limpio varias escuelas del Politécnico, entre ellas Zacatenco y Santo Tomás. Hubo operaciones de «limpieza», detenciones, heridos y muertos en varios puntos de la capital. El 1 de octubre Richard Nixon canceló su viaje a México.

La noche de Tlatelolco

Fue el 2 de octubre de 1968. Plaza de las Tres Culturas. Una multitud de estudiantes se arremolinaba frente al edificio Chihuahua del complejo habitacional Nonoalco-Tlatelolco.

El mitin tenía lugar en un sitio histórico, orgullo arquitectónico del México moderno.

Allí mismo, el 21 de agosto de 1519 había sido una fecha trágica. Ese día, reza una inscripción en mármol, ahí fue sacrificado Cuauhtémoc, el hijo del emperador, después de una heroica defensa: «No fue ni triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del México mestizo de hoy».

Sobre las ruinas del soberbio e imponente mercado indígena, orgullo del antiguo reino satélite del imperio azteca, los conquistadores españoles erigieron el templo de Santiago Tlatelolco, primera iglesia y sede episcopal de México, habitada por fray Juan de Zumárraga. Cuatro siglos después, enmarcado por el conjunto habitacional, la iglesia, las ruinas y el rascacielos que albergaba a la cancillería mexicana, el lugar fue bautizado Plaza de las Tres Culturas: la indígena, la hispánica y la del México moderno.

Caía la tarde de aquel 2 de octubre. Un helicóptero sobrevoló la plaza. De pronto, tres, cuatro bengalas verdes salieron del piso 15 de la cancillería y comenzaron las ráfagas de ametralladoras sobre la multitud. «En Vietnam lanzan bengalas para identificar el lugar que hay que atacar», recordó la periodista Oriana Fallaci, que esa tarde estaba en Tlatelolco. Había llegado a cubrir los Juegos Olímpicos y una bala la alcanzó en una pierna.

Los hombres del Batallón Olimpia, que se identificaban entre sí por un guante blanco en una mano y que, vestidos de civil, se infiltraron entre los estudiantes, hicieron su trabajo: más de 300 muertos. Sólo 35 según la versión oficial. Hubo 700 heridos y 5 mil estudiantes detenidos. La prensa sólo identificó cifras, nunca nombres. Los cadáveres presentaban heridas de bayoneta y de balas de calibres oficiales. Cuando los familiares fueron a recoger a sus muertos se los trató como a traidores a la patria. Se les obligó a firmar declaraciones de conformidad con una «muerte por accidente», sin derecho a investigación ni reclamación alguna.

Un día antes de la masacre el general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor, había reunido y aleccionado a los elementos del Batallón Olimpia: había que «salvar a la patria» del enemigo comunista. El país atravesaba «momentos peligrosos», les dijo.

El 3 de octubre algo había cambiado en el país. El movimiento estudiantil había durado 68 días, y ahora una paz triste, atemorizante, envolvía a la ciudad capital. Los tanques seguían en Tlatelolco. Muchos habitantes del populoso complejo habitacional iniciaron un éxodo, mientras otros recorrían el Distrito Federal en busca de parientes desaparecidos. El Campo Militar número 1 se llenó de presos políticos. Oficiales del Ejército mexicano emularon a los gorilas del Cono Sur en la práctica del sadismo contra los prisioneros.

El gobierno proclamó la estabilidad del peso y los priistas de la Cámara de Diputados aplaudieron la «solución final». La nación había triunfado frente a los «elementos extranjeros». México se había salvado. Lo que en otro país hubiera desatado una guerra civil, sólo conmocionó a un puñado de mexicanos. El país regresó al silencio. A su normalidad.

En la ruta de la gran maratón olímpica estaba la calle de San Juan de Letrán, por la que diez días después pasarían los atletas, ahora manchada por la sangre de los estudiantes. La masacre y su horror dieron la vuelta al mundo y exhibieron el paroxismo criminal de Díaz Ordaz, el «padre colérico» que escindió de un tajo la vida pública de México.

Pero no fue sólo la represión ordenada con autonomía táctica por el general Marcelino García Barragán, ministro de Defensa del régimen y perseguidor en el sexenio anterior de huelguistas ferrocarrileros, telegrafistas, petroleros, maestros y médicos, y promotor del asesinato del líder zapatista Rubén Jaramillo y su familia. Ni la paranoia de Díaz Ordaz y el oportunismo ubicuo de su secretario de Gobernación, Luis Echeverría. Ni rojo amanecer. Fue mucho más. Fue una revolución traicionada.

El 12 de octubre, bajo la consigna orwelliana «Todo es posible en la paz», Gustavo Díaz Ordaz inauguró los XIX Juegos Olímpicos en el estadio de la ciudad universitaria. Muchos de los asistentes eran soldados vestidos de civil; su corte de pelo los delataba. El gobierno temía un incidente. Los estudiantes habían pintado manchas rojas de sangre sobre la paloma de la paz, el símbolo de la justa deportiva.

Un par de días después, los longilíneos Tommie Smith y John Carlos, entonces los dos hombres más veloces de la Tierra, levantaron en el podio sus puños cerrados envueltos en guantes negros –al estilo black power, símbolo de los Panteras Negras–, para escarnio del México 68 y del racista Avery Brundage, el multimillonario presidente del Comité Olímpico Internacional.

Corría octubre. «El asesinato de los estudiantes fue un sacrificio ritual (en Tlatelolco estaba el Teocalli, donde se hacían los sacrificios humanos) (…) se trataba de aterrorizar a la población, usando los mismos métodos de sacrificio de los aztecas», declaró Octavio Paz a Le Monde, después de renunciar como embajador mexicano en India.

Desde su imaginaria Santa María, Juan Carlos Onetti escribía «Usted perdone, Guevara», y arremetía contra los quiméricos periodistas compadritos de Jorge Luis Borges que, en el lugar común, repetían: «Murió en su ley». Desafiando los tiempos, Onetti arriesgó: «Pero la porfía del Che, profetizamos, es inmortal».

Los estudiantes mexicanos crearon su propia consigna: «2 de octubre no se olvida». La matanza de Tlatelolco fue un parteaguas. El país vitrina hecho añicos. México también era América Latina. La amenaza al orden establecido había sido conjurada. Y pronto, de la mano de Pinochet y los Chicago Boys, irrumpiría el neoliberalismo en toda la región. El capitalismo había asimilado su crisis y se reestructuraba.

Periodista uruguayo residente en México, miembro del comité de redacción de La Jornada.

Fuente:

Brecha, 25 de mayo 2018
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