DEL HUERTO BALEAR DE MIGUEL, LA GUERRA ECONÓMICA Y EL CONUCO ANDINO – MANUEL AMARÚ BRICEÑO TRIAY


Corría los años ´80, Francoise Royo y Miguel Triay recalaban en los Andes venezolanos.

Después de más de cuatro décadas deambulando por esta Tierra de Gracia, desde la cuna de Bolívar hasta la tierra del sol amada. Habían llegado a la pequeña Venecia a finales de los años ´40 como exiliados de la segunda guerra mundial; obreros, jóvenes y con esperanza. Trajeron consigo sus lenguas romances, el francés y el catalán. Además, la lucha por un mundo mejor heredada de sus camaradas caídos en las guerras europeas. También, los paisajes del Languedoc y del Mediterráneo, los aromas y sabores de esos parajes del Viejo Mundo. Así mismo, la experiencia de haber convivido con el hambre, la carestía y la incertidumbre cotidiana en medio de bombardeos, colas, mercado clandestino, especulación, terror y resistencia al fascismo. Pero también con los esfuerzos de los ciudadanos de a pie por producir y solventar el día a día a pesar del conflicto bélico. En ese sentido, trajeron de la misma forma, en sus maletas, los recuerdos de las viñas del sur de Francia, de las pequeñas granjas campestres, con sus verduras, huevos y chacinería, y el huerto maravilloso del abuelo Cayo, obrero de los caminos, alquimista de la tierra y astrónomo agrícola.

Muchos años después, retirados en la Mérida andina, desempolvaron esos recuerdos e intentaron convertir el patio de la casa que construyeron aquí en un huerto a la usanza europea. Huerto que adoptó especies vegetales exógenas pero que, al mismo tiempo, incorporó delicias americanas y asiáticas permeado por la lógica conuquera del Nuevo Mundo. Duraznos,  manzanas y fresas convergían con mandarinas, limones, cambures, mangos, caraotas y demás. Mixtura agrícola con un manejo parsimonioso; tardes de siembra y poda en los menguantes y de saca de monte, cosecha y mantenimiento en los otros días del mes. Una perra feroz, cuatro gallinas y dos patas completaban el paisaje hortelano. Para fortuna nuestra y de algunos amigos de casa, la pequeña producción diaria se convertía en confites, infusiones, cremas, mermeladas, tortillas y otras delicias, gracias a la alquimia que en la cocina hacía la abuela Paquita con los frutos.

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Hoy, ya sembrados los abuelos en tierra emeritense, la tierra bolivariana ha comenzado a transitar circunstancias similares a las que ellos contaban, en las meriendas vespertinas, sobre los predios franceses en guerra. Bombardeos de precios a diario, mercado clandestino, incertidumbre, colas, terror y resistencia al fascismo guarimbero, amenazas externas y bloqueo financiero y comercial, entre otros fenómenos, son parte del que hacer cotidiano nuestro. Y ante esta problemática las respuestas ciudadanas son disímiles. Migrar, suicidarse, inmovilizarse, protestar individualmente y esperar soluciones desde afuera, desde el otro, llámese gobierno, Estado o agrupación de poder de cualquier signo. También organizarse colectivamente desde el Poder Popular, para construir, por un lado, redes solidarias de distribución en entente con las Instituciones del Estado y, por el otro, de producción social.

En este segundo contexto nos inscribimos y recordamos la experiencia hortelana de los abuelos. Por tanto, necesario es, tal como lo vaticinó el Comandante Chávez en 2006, ponernos a producir desde la base y en cualquier escenario, sea rural o urbano. Un solar, un parque, terrenos ejidos, una terraza, un patio o un campo,  son posibles espacios de siembra. Ahora ¿sembrar desde qué óptica paradigmática? Y creemos que allí se debe iniciar el debate. Esperar el paquete tecnológico, los agroquímicos, los fertilizantes, las semillas exógenas certificadas y los créditos cuantiosos es seguir encadenados a la agricultura rentista que no nos lleva sino a la desilusión y al hambre estructural. Apelamos a hacer simbiosis con la astronomía agrícola milenaria, con los doce ciclos menguantes del año para la siembra y la poda, al intercambio solidario de semillas entre productores, al rescate de especies olvidadas pero sabrosas y “productivas”, como la pomarrosa, el caimito, el frijol de cacao o todi, la uchuva, el lulo, el tomate de árbol, entre otras. Al manejo agroecológico de la tierra, implementando el compostero y los repelentes biológicos, entre otras prácticas agrícolas. A cultivar, desde la perspectiva casera y el manejo casero, especies animales, gallinas o abejas por ejemplo, y recolectar huevos, polen, cera y miel, entre otros productos de origen animal. Por demás, a casarnos con la lógica conuquera de los pluricultivos y ajustarnos a los tiempos de la tierra, con sus temporadas de frutos. Por supuesto, que esta postura parte de una premisa fundamental: la voluntad de hacer desde lo individual y colectivo, invertir tiempo de calidad para la labor agrícola y aprender desde la senda de la investigación-acción para generar los valores agregados, tanto materiales como anímicos, que nos permitan superar la coyuntura actual. ¡Todos a sembrar y a transformar nuestros frutos en alimentos!

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