Neoparamilitarismo: un monstruo de mil cabezas /”Los paramilitares dicen que trabajan conjuntamente con el Ejército”


Más allá del debate sobre la naturaleza de estos grupos, el gobierno tiene que demostrar que puede doblegarlos. Los Úsuga son hoy la mayor amenaza para la seguridad del Estado y para el proceso de paz.

“Ese hombre es un animal. Es peligrosísimo. Él mata por matar, a niños, al que sea, no le importa”. Uno de los capos más temidos que han existido en Colombia, Daniel ‘el Loco’ Barrera, extraditado poco después a Estados Unidos, sorprendió en su momento a las autoridades con esa frase. No es común que un personaje sanguinario como él, que ascendió en el mundo criminal a punta de bala, confesara temerle a alguien. Sin embargo, como ha comprobado el país en las últimas tres semanas, no estaba equivocado.

El hombre de quien hablaba Barrera es Darío Úsuga, alias Otoniel, jefe de la banda criminal conocida como los Úsuga o los Urabeños. â€œSi en Colombia hay alguien malo, malo y realmente peligroso es ese tal Otoniel de Urabá. Se acordarán de mí. Si las autoridades no cuidan a Urabá, eso, mínimo, va a terminar con unas 400 personas inocentes muertas”, fue el macabro pronóstico de Barrera, que hoy parece estarse cumpliendo. Aunque la cifra de víctimas que ha dejado Otoniel es incierta, la realidad es que se cuentan por docenas aquellos que han muerto bajo las balas de los Úsuga, sean rivales de otras bandas, civiles inocentes o miembros de la fuerza pública.

Cuando el Loco hizo esas afirmaciones casi nadie en el país sabía de la existencia de Otoniel y su grupo criminal, con excepción de los habitantes de Urabá, la región donde surgió esa banda, desde donde se ha expandido a 22 departamentos. Hoy, cuatro años después, prácticamente muy pocos colombianos no han oído hablar de Otoniel y los Úsuga. El gobierno de Estados Unidos ofrece por el capo 5 millones de dólares y el colombiano 2.500 millones de pesos de recompensa.

En los últimos días, los Úsuga estuvieron en la primera plana de todos los medios cuando desataron una ofensiva contra el Estado al mejor estilo de la época de la guerra de Pablo Escobar. Emulando al capo del cartel de Medellín, Otoniel ofreció a sicarios propios y ajenos 2 millones de pesos por cada policía asesinado. En una semana ya habían caído diez uniformados en cuatro departamentos. Con esa orden la bacrim reaccionó ante la operación policial que terminó con la muerte del jefe militar de ese grupo, Jesús Durango, alias Guagua.

Al mismo tiempo, Otoniel y sus lugartenientes distribuyeron panfletos para anunciar un paro armado. Más de 30 municipios en tres departamentos se vieron afectados ya que por temor los pobladores cerraron comercios y colegios. Varios vehículos de quienes no cumplieron la orden terminaron incinerados. El terror se expandió a gran parte del país gracias a que usaron las redes sociales para masificar amenazas que otros delincuentes y personas inescrupulosas aprovecharon para generar zozobra a nivel nacional (ver recuadro).

Como si todo lo anterior no fuera suficiente, a mediados de la semana pasada se conoció que Otoniel ordenó ampliar el plan pistola. Pasó a ofrecer 20 millones de pesos por la cabeza de los oficiales de inteligencia y los comandos que están tras él desde hace más de un año en la Operación Agamenón. También ordenó asesinar a las familias de esos uniformados.

Además de la venganza por los golpes recibidos, los Úsuga buscan con estas acciones realizar una demostración de fuerza para obligar al gobierno a considerarlos un grupo paramilitar al que se le debe dar un reconocimiento político, lo cual les permitiría ser incluidos en una mesa de negociación con las prerrogativas que esto implica. Esta no es una pretensión nueva, pero ha puesto sobre el tapete un viejo debate sobre la naturaleza y el tratamiento que deben recibir este tipo de organizaciones. Respetados académicos y el gobierno tienen varias posiciones al respecto.

¿Qué son?

“Mientras los 25 máximos líderes (de las AUC) terminaron todos en prisión y 14 de ellos extraditados a Estados Unidos, decenas y decenas de mandos medios aprovecharon este vacío de poder para continuar delinquiendo gracias a la experiencia acumulada. Este fue el origen de las denominadas ‘bandas criminales’”, escribió en una columna reciente en Semana.com Eduardo Pizarro Leongómez, cofundador e investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri) de la Universidad Nacional de Colombia y expresidente de la Comisión de Reparación de Víctimas creada por la Ley de Justicia y Paz.

Pizarro critica que algunos colegas suyos llamen a estas bandas “neoparamilitares” o “tercera generación paramilitar”. A su juicio, a estos grupos les falta un rasgo que los definiría como paramilitares: una vocación contrainsurgente. Pizarro va más allá y asegura que estos grupos han tenido acuerdos pragmáticos con la guerrilla alrededor de los negocios ilegales y que han enfrentado conjuntamente al Estado. “Las bacrim perciben al Estado como una barrera para su lucrativo portafolio criminal: minería ilegal, tráfico de drogas, extorsión, microtráfico y contrabando. ¿Cómo es posible, entonces, denominar paramilitares a grupos que combaten al Estado y que hacen pactos de convivencia con la guerrilla?”, concluye el investigador.

Buena parte del gobierno y las autoridades comparten el punto de vista de Pizarro. Sin embargo, otros académicos que investigan ese problema desde hace años lo controvierten. Uno de ellos es Jorge Restrepo, director del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos, Cerac. “El objetivo instrumental de la violencia paramilitar no es solo contrainsurgente. No lo fue en sus orígenes y no lo es ahora. Incluso en los territorios donde ya habían expulsado a la insurgencia, los antiguos paramilitares continuaron ejerciendo la violencia, como en Barrancabermeja a partir de 2001, Córdoba en 1998 o el Bajo Cauca en 2004”, dijo Restrepo en El Espectador.

Para este investigador hay semejanzas y motivos que permiten asimilar lo que ocurre con las bacrim y las desaparecidas AUC. “La violencia paramilitar fue, además, un medio de construcción de poder regional y de ejercicio de poder violento, que correspondía a proyectos políticos regionales de elites tradicionales y emergentes”. Y argumenta que en Colombia se llama paramilitar a quien está por fuera de la estructura del Estado, pero cuenta con la anuncia activa o pasiva de algunos sectores de este.

El sociólogo y antropólogo Francisco Gutiérrez, director del Observatorio sobre Restitución de Tierras, también ha manifestado en repetidas oportunidades una de las reflexiones más interesantes sobre cómo clasificar el fenómeno de grupos como los Úsuga. Gutiérrez dice que “los paramilitares transfirieron a las bacrim una parte muy importante de su personal, en la base y en los mandos medios. Las bacrim heredaron, aún sin muchas innovaciones, el ‘modus operandi’ de los paramilitares (…), han mantenido una lógica contrainsurgente, antisubversiva y orientada al castigo de la protesta social”.

Sin embargo, llama la atención sobre una diferencia relevante: “El vínculo de las bacrim con las agencias de seguridad del Estado parece mucho, mucho más débil que el paramilitar. Su relación con el poder político es en orden de magnitud menos exitosa. Las bacrim han establecido al parecer algunas alianzas coyunturales con la guerrilla. Tienen estructuras organizacionales aún más débiles y cortas que las de los paras y carecen de técnicos e intelectuales”, concluye.

De Escobar a Otoniel

Pero cómo se nombre un fenómeno como el de los Úsuga no es solo un asunto semántico, pues tiene profundas implicaciones sobre la estrategia para enfrentarlo. Define, por ejemplo, si su tratamiento debe ser policivo o militar y qué tipo de fórmulas jurídicas es posibles aplicarles.

Al respecto, el fiscal encargado Jorge Perdomo ha dejado claro que las bandas criminales no son actores del conflicto y, por tanto, no son sujeto de negociación. Sin embargo, sí se han explorado fórmulas para su sometimiento a la justicia penal ordinaria. “Esto implica que entreguen armas y bienes, que delaten, que cuenten cómo es su accionar delictivo en las regiones, que colaboren en la desarticulación de sus redes económicas y políticas, y que finalice el reclutamiento ilícito de menores”. Es decir, que se les considere crimen organizado a secas.

De otro lado, el tratamiento que han recibido hasta ahora ha sido policivo. Por eso, en enero del año pasado se lanzó la Operación Agamenón, la más grande ofensiva para acabar con un grupo criminal desde los tiempos del Bloque de Búsqueda de Pablo Escobar.

Más de diez helicópteros Black Hawk, y otros de apoyo; aviones especiales de inteligencia y 1.200 policías y grupos elites como Junglas, Copes y Lobos se trasladaron a la zona de Urabá con la misión de capturar a Otoniel. Eran agentes y oficiales venidos de todas partes del país, para evitar que los Úsuga pudieran comprarlos.

A lo largo de estos 12 meses de persecución esa banda ha recibido muchos y muy contundentes golpes. Las autoridades prácticamente han arrestado a todos los familiares del capo, entre ellos su esposa, hermanos y primos. Por lo menos han capturado a 6.000 integrantes de ese grupo, entre los cuales están el jefe político y el de finanzas, y han abatido en combate a sus más importantes lugartenientes.

Así mismo, les han incautado más de 70 toneladas de droga en los últimos 12 meses, han perjudicado sus finanzas seriamente afectadas al decomisarles caletas con más de 15 millones de dólares y 40.000 millones de pesos en efectivo. Y más de 200.000 millones de pesos en propiedades y vehículos también han quedado en manos de las autoridades.

Si bien estas cifras reflejan la intensidad de la lucha contra Otoniel y su banda, no pocos se preguntan por qué no ha caído el capo ni se han acabado los Urabeños. “Otoniel aprendió de los paras el nivel de sevicia, a la hora de ordenar matar le garantiza respeto y miedo. De los narcos, a hacer negocios de droga. De la guerrilla tiene la disciplina y aprendió desde joven a vivir en la selva sin necesitar nada. Es un puro animal de monte”, afirma un oficial antinarcóticos que lo ha perseguido durante dos años.

Aunque centenares de integrantes de esa banda están tras las rejas, la percepción es que no han sentido esas bajas. “Ellos afirman que pueden ser 8.000 o más integrantes. Pero Urabeños o Clan Úsuga, como se les denomina ahora, realmente son muy pocos. Lo que hicieron fue crear una especie de confederación de criminales de todo tipo que actúa bajo la ‘marca’ de Urabeños”, le explicó a SEMANA uno de los fiscales de la Unidad de Crimen Organizado de la Fiscalía General. A diferencia de Pablo Escobar, que tenía un cartel bajo su mando, con una estructura vertical, Otoniel administra una red de alianzas locales que se expande como una mancha de aceite por el país. “Bandas como la Empresa, en Buenaventura; la Oficina de Envigado, en Antioquia; la Cordillera, en el Eje Cafetero, o el llamado Bloque Meta, en el oriente del país, terminaron, por las buenas o por las malas, trabajando para Otoniel y los Urabeños. Esa capacidad de poner a su servicio criminales de cualquier calaña ha sido parte de su poder, sumado a la inmensa capacidad que tienen para corromper y permear la fuerza pública en las regiones”, afirma el fiscal.

Justamente ese tema de la corrupción, especialmente a nivel local, ha sido uno de los obstáculos para conseguir mayores y mejores resultados en el combate contra los Úsuga. Más de 150 integrantes de la fuerza pública e, incluso, miembros del CTI, fiscales y jueces han resultado detenidos en el último año por colaborar con estos grupos.

Al igual que en la época del cartel de Medellín o Cali, la depuración es el primer paso para garantizar el éxito en esa lucha. Evitar que se enteren anticipadamente de las operaciones en su contra o impedir que mediante argucias los jueces liberen a los delincuentes. Es claro, también, que las acciones en su contra no pueden limitarse simplemente a operaciones policiales. En la mayoría de las regiones donde estas se desarrollan prácticamente no hay presencia de las instituciones del Estado. Infraestructura deficiente y pocas oportunidades son el caldo de cultivo ideal que nutre permanentemente las filas de esos grupos con decenas de jóvenes que ven en el crimen organizado una opción laboral.

Ahora, para el gobierno en los últimos días quedó clara la prioridad de capturar a Otoniel y desvertebrar su banda. No solo por el daño que causan en las regiones, sino por su impacto en el proceso de paz. Las Farc temen que cuando dejen las armas, los territorios que queden libres resulten copados por los Urabeños y otras bandas. Y el gobierno comparte esa preocupación.

También inquieta que los Úsuga, en busca de reconocimiento político, asesinen a líderes de izquierda, como lo hacían las AUC. Una situación que pueden aprovechar en las regiones los “enemigos agazapados de la paz” para sabotear la implementación de los acuerdos que se firmen este año. Evitar que esto ocurra es un desafío que no da espera.

El padre Javier Giraldo asegura que el fenómeno paramilitar se ha incrementado en regiones como el Pacífico. Semana.com habló con él.

La estela de víctimas que a su paso deja la violencia en Colombia no ha tocado techo. Más de 395 amenazas, 83 ejecuciones extrajudiciales, 44 personas heridas, nueve desaparecidas y doce más torturadas es el parte que entregó el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) en su más reciente informe El paramilitarismo sí existe.

Una vez más la organización defensora de derechos humanos llama la atención sobre “la expansión del paramilitarismo” que, según sus investigaciones, se expresa “mediante los sistemáticos ataque contra la población”, y se ha incrementado durante la implementación del acuerdo de paz, con “la victimización de líderes sociales y defensores de derechos humanos, persecución a líderes políticos y de izquierda”.

El Padre Javier Giraldo, que lleva más de 30 años trabajando con la comunidad jesuita en la defensa de los derechos humanos en Urabá. Semana.com habló con él sobre lo que viene pasando en los límites entre Antioquia y Chocó.

Semana.com: ¿Cuáles son los hallazgos del informe que acaba de presentar el CINEP sobre Derechos Humanos?

Padre Javier Giraldo: Uno de los datos que sobresale en la revista Noche y Niebla es que el peso del paramilitarismo es grave. Incluso, se equipara a las violaciones de la Policía Nacional que tienen más o menos el mismo número de victimizaciones. En las de los paramilitares predominan las amenazas, pero también hay un número preocupante de ejecuciones extrajudiciales y torturas. Los resultados contrastan con un discurso que parece común y corriente de parte del Gobierno que se empeña en negar la existencia del paramilitarismo e insiste en llamarlos delincuencia común. Fueron todas las denuncias que llegaron a La Habana las que obligaron a redactar un capítulo especial para combatir el paramilitarismo.

Semana.com: ¿Qué características le devuelven al Clan del Golfo, Los Rastrojos y Aguilas Negras el calificativo de paramilitares?

P. J. G.: La palabra paramilitar indica etimológicamente que hay una relación estrecha con lo militar, con la fuerza pública. Esa relación ha existido desde hace poco más de 50 años. Existe una forma legal de los paramilitares que son redes de civiles que han sido involucrados a tareas de guerra. Lo que presentamos en la rueda de prensa es mi propia experiencia en el territorio de San José de Apartadó donde hace 20 años conocemos el cuartel general de los paramilitares en una vereda que se llama Playa Larga. Allí se han ido expandiendo y por eso mostramos los mapas de las veredas que han ido controlando progresivamente. La serranía de la Uribe en los límites de Antioquia y Córdoba está controlada por ellos al igual que Apartadó y Turbo. Hay un territorio bastante grande que está bajo su control.

Semana.com: Se fue muy atrás, ¿su surgimiento no se ubica en las dos últimas décadas del siglo XX?

P. J. G.: La aparición del fenómeno paramilitar está ligado a una misión militar de Estados Unidos en febrero de 1962 que hizo un análisis de la situación social del país. De eso quedaron unos informes en los cuales prácticamente se ordenaba entrenar grupos mixtos de civiles y militares. En uno de los párrafos textualmente hablan de establecer acciones terroristas-paramilitares, como una forma de combatir los grupos simpatizantes al comunismo. Aunque hay versiones oficiales que los ubican en la década del ochenta como una reacción a acciones de la guerrilla, la verdadera historia arranca en los sesentas y está ligada a la estrategia oficial de la fuerza pública.

Semana.com: ¿Con cuál presidente se comenzó a configurar?

P. J. G.: Por ejemplo en 1965 el presidente Guillermo León Valencia sacó un decreto -el día de navidad precisamente- para legalizar esa relación entre militares y paramilitares. Autorizaba que los primeros le entregaran armas de su uso exclusivo a civiles para conformar esos grupos. Sin embargo en 1989 la Corte Suprema y el presidente Virgilio Barco motivados por las atrocidades que denunciaban por todo el país suprimieron esos artículos. Poco después César Gaviria encontró otra manera de legalizarlos y fue quitando una ley que regulaba las empresas privadas de seguridad. Finalmente, Samper se apoyó en eso para crear las famosas Convivir y cooperativas de seguridad privada que fueron la forma de paramilitarismo legalizado.

Semana.com: ¿Esas figuras jurídicas están vigentes?

P. J. G.: Sí, aunque en 1998 la Corte Suprema abocó la inconstitucionalidad de las Convivir, terminaron declarándolas constitucionales como los son actualmente. El expresidente Uribe tuvo una estrategia más pensada y planeada para legalizar el paramilitarismo en el momento en que daba la impresión de que los estaba desmovilizando. El encontró otra forma de legalizar este involucramiento de los civiles en la guerra cercanos a la fuerza pública como son las redes de informantes y cooperantes.

Semana.com: ¿En qué se parecen estos nuevos paramilitares a los del siglo pasado y que se desmovilizaron en el gobierno del expresidente Uribe?

P. J. G.: En el discurso oficial se dice que estas “bandas criminales” no tienen ideología política, que son delincuentes ligados al narcotráfico, que no tienen relación con la fuerza pública ni con grandes empresas, pero eso es falso. Cuando uno analiza los mensajes que mandan amenazando a la gente uno se da cuenta que están defendiendo proyectos del gobierno, de empresas trasnacionales y son enemigos a muerte de los movimientos populares. A veces critican al presidente, pero apoyan la institucionalidad, están ligados a la fuerza pública, tienen todos los rasgos del paramilitarismo desde que comenzó a existir. Presentarlos como bandas nuevas, sin ideología política es una manera de ocultar su identidad y con esos discursos lo que hace el Gobierno es encapucharlos ideológicamente.

Semana.com: ¿Cuál sería la razón para negar la existencia de los paramilitares?

P. J. G.: La razón es clara. El nombre paramilitar denuncia una relación con la fuerza pública, por eso no le conviene al Estado. A estos grupos le encomiendan las tareas más sucias. En los últimos meses en Urabá la Comunidad de Paz ha optado con que cuando ellos llegan a una vereda a amenazar a la gente, se crea una comisión y se van a enfrentarlos y decirles que respeten la zona. Sin embargo, de camino se han encontrado con el Ejército que está por ahí cerca y les reclaman: “vea ahí están, están violando el espacio de la comunidad. ¿Por qué no los combaten, no los persiguen? El Ejército ha dicho varias veces con mucha claridad: “no los vamos a perseguir”. Los paramilitares han dicho que ellos trabajan conjuntamente con el Ejército.

Semana.com: Explíquese…

P. J. G.: En una ocasión le dijeron a la comisión de la comunidad que fue a enfrentarlos: “mire, nosotros a ellos no los perseguimos. A los que vamos a perseguir es a ustedes si siguen denunciando la presencia de ellos aquí”. Los paramilitares por su lado dicen que lo que menos van a tolerar es lo que ellos llaman sapos o denunciantes. Dicen: “si la comunidad sigue denunciando, la vamos a acabar”. Ese es el conflicto que se vive en este momento.

Semana.com: ¿Quiénes alimentan esas organizaciones son los mismos que alguna vez las conformaron?

P. J. G.: Los campesinos conocen a la gente y por los caminos donde se encuentra todo el mundo ellos saben quiénes están en estos grupos desde hace mucho tiempo. Algunos de ellos se desmovilizaron en el tiempo de Uribe pero regresaron. Algunos eran guerrilleros que desertaron hace unos años y el Ejército se los llevó a entrenar a la Brigada 17. Es gente conocida, de hace mucho tiempo. Deben haber personas nuevas, pero el núcleo fundamental es antiguo.

Semana.com: ¿La relación de los paramilitares con las élites locales ha cambiado o sigue siendo la misma?

P. J. G.: Evidentemente, por ejemplo, en la zona pacífico como Curvaradó o Jiguamiandó los grupos que están haciendo presencia allí están muy ligados empresarios que se tomaron esa región para sembrar palma africana. Cuando la Corte Constitucional tomó cartas en el asunto, ordenó al Ejército combatirlo e incluso capturar a algunos de los patrocinadores de esos grupos que le usurparon las tierras a las comunidades negras. El Ejército hace esa obra de teatro de ir a estar ocho días y coordinarse con ellos para que a los días salgan y vuelvan a entrar los paramilitares. Ahí hay un interés de tierras para empresas palmeras y mineras. El alto tribunal lanzó la voz alarma sobre la minería. En Chocó hay explotación de oro, carbón y estos grupos prestan un servicio a esos proyectos.

Semana.com: ¿Sabe en qué quedó el capítulo de La Habana que propone desarticular el paramilitarismo?

P. J. G.: Sí, se redactó un capítulo que tiene 20 estrategias pero a mi modo de ver todas son un saludo a la bandera. La mayoría de ellas ya se habían ensayado y no dieron resultados. Por ejemplo, la de llegar a un pacto político para condenar el paramilitarismo, eso puede hacerse pero estamos llenos de declaraciones y pero ninguna incide en la realidad. Se pensó en una unidad de fiscalía y se nombró a la magistrada, pero el fiscal se le atravesó en la mitad.

Semana.com: Entonces, ¿cuál es su propuesta?

P. J. G.: Que se toque el corazón del paramilitarismo para que realmente haya un control y desaparición de este fenómeno. Si no se toca la relación entre militares y paramilitares que ha permitido actuar y sobrevivir no se está atacando en lo más mínimo el fenómeno. Se hicieron propuestas muy concretas, por ejemplo, que cada vez que se denunciará la presencia de grupos armados no so se mandara sólo una patrulla -que en algunos casos está ya coordinada para que diga que eso era mentira, que allá no había nada- sino que también se pusiera en una investigación de fondo al comandante de la unidad a quien se le diera unos días para que explicará el porqué de la incursión y las medidas que está tomando para controlar el fenómeno y si la explicación no era satisfactoria se destituyera. Sólo así, creo que se podría controlar.

 

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