La firma del Acuerdo Final de La Habana entre las FARC y Colombia no puede entenderse sin los 220 mil muertos ni los seis millones de desplazados del conflicto, sin considerar que Colombia es un conjunto de países fragmentados, donde la verdad y la memoria de la clase son reliquias del pasado bien guardadas bajo llave.
52 años atrás esos países fragmentados explotaron una vez más, algunas partes se subordinaron, y otras terminaron por formar las FARC en Marquetalia, Tolima, dentro de las densidades rurales en las que un grupo de campesinos decidió abandonar la obediencia ciega a la oligarquía colombiana.
Hoy esos mismos hijos de campesinos, y esos mismos hijos de la oligarquía colombiana firman una paz, con sus verdades y mentiras, en la que no hay vencedores ni vencidos, pero sí una puerta que se abre a un país desconocido donde el tiempo dirá si continúa atado con alambres, a punta de coñazos.
Mentira: El acuerdo de paz representa el fin del conflicto en Colombia
Dicho hasta el hartazgo por opinadores y dirigentes políticos de lado y lado, esta afirmación desconoce una realidad latente en Colombia: una en la que, aún con firma de la paz con el principal grupo armado del país, las FARC, se registra la permanencia en, al menos, un tercio del territorio de la guerrilla del ELN y grupos paramilitares conocidos como Bandas Criminales (Bacrim), tal como se pude observar en este mapa:
Incluso se da la sincronía entre una importante disminución de la violencia, producto del cese al fuego entre las FARC y el Estado, y el incuestionable dato de que desde el anuncio de los acuerdos han asesinado a 13 líderes comunitarios en áreas rurales. Las razones hablan bastante del complejo panorama en estas zonas en conflicto, ya que la mayoría de estos líderes se oponían a proyectos mineros de grupos paramilitares, que están en transición de sustituir con esta actividad a la cocaína como principal fuente de dinero.
Estos asesinatos, como la aparición de grupos paramilitares y otros grupos armados en las áreas de desmovilización de las FARC, evidencian que la paz y los acuerdos de La Habana tienen su principal obstáculo en ellos, y que el Estado colombiano (y su élite gobernante) enfrentan el dilema de tener que controlar estos territorios a costa de combatir las organizaciones que hicieron su “trabajo sucio” durante el conflicto y desechar a su mejor operador en este campo: Álvaro Uribe Vélez.
Mentira: El Estado colombiano derrotó militarmente a las FARC
En 52 años, seis grandes ofensivas militares se realizaron contra las FARC sin que pudiesen ser derrotadas militarmente, ni ser borradas del mapa político de Colombia como actores armados en 262 municipios (de 1.103) con importantes recursos naturales sin explotar masivamente.
Esta incapacidad de hacerlo se observa en toda su dimensión en las concesiones firmadas en los acuerdos de La Habana, como una amplia amnistía, el financiamiento especial para la participación política y una presencia garantizadaen el Congreso hasta 2026, que reflejan un nuevo escenario en el que el Estado colombiano pasa de buscar una victoria militar a un intento abierto de asimilar a la guerrilla como una fuerza política dentro de su orden constitucional.
Ese intento esconde también una verdad manifiesta: la fórmula de la guerra tampoco es viable para la existencia del Estado colombiano, así como lo era antes.
De esta se desprende la imperiosa necesidad de Colombia de acceder a los recursos naturales de las áreas en conflicto para que su economía pueda crecerentre 1% y 8%, y así fortalecer el papel de su élite como intermediario político en el mercado internacional.
Verdad: La paz en Colombia es un gran negocio
Algunas estimaciones hablan de que el dinero para reparar el daño a las víctimas e implementar los acuerdos es de, al menos, 60 mil millones de dólares en municipios en los que apenas hay carreteras, agua y luz eléctrica de forma estable, realidad palpable con una simple revisión de las condiciones de vida en los puntos de concentración militar en los que estarán las FARC hasta desmovilizarse por completo.
Como es normal en un país como Colombia, adherido a la plataforma de libre comercio dirigida por Estados Unidos, entidades como la Cámara de Comercio Colombo-Americana (Amcham) plantean que la paz “abre nuevos territorios para la inversión y los negocios, y genera circunstancias distintas y más seguras” en áreas como la minería, el agronegocio y otras actividades de extracción de recursos como agua y petróleo.
Si bien el esquema de “negocios” es el mismo de siempre basado en grandes préstamos de fondos multilaterales, como el FMI, para proyectos de estas empresas que luego serán pagados por los colombianos con nuevas deudas, el nudo gordiano se encuentra en la capacidad de estos capitales de lograr legitimar estos emprendimientos ante las poblaciones víctimas del conflicto sin que sean amenazados por la protesta social ni la agenda política de las FARC.
En palabras de Silvia Bastante de UBS, uno de los diez bancos más grandes del mundo, “mejorar el diálogo entre las empresas y la sociedad civil de los municipios víctimas del conflicto”.
Verdad: Las FARC pueden no lograr cambios profundos en Colombia
Este inobjetable intento de saltearse la intermediación de las FARC en estos territorios es reconocida por la propia guerrilla en las Tesis de su Décima Conferencia, donde se afirma abiertamente que “el acuerdo final contiene la potencia transformadora para desatar cambios a favor de las mayorías, pero también la posibilidad de preservar el orden actual de la oligarquía colombiana, si éstos no logran salir adelante”.
La historia de Colombia tiene un largo muestrario de desmovilizaciones guerrilleras, como la del M-19, que no resolvieron los problemas estructurales, ni cumplieron los acuerdos firmados, ni respetaron la participación política de estas fuerzas políticas cuando comenzaron a amenazar el orden de la oligarquía colombiana.
De Guadalupe Salcedo al exterminio de la Unión Patriótica y el asesinato del comandante Carlos Pizarro del M-19, los hechos son densos y escenifican también la habilidad política de la oligarquía colombiana para adaptarse a cualquier contexto, sin perder ningún privilegio ni dar un paso atrás, siendo una de las pocas clases de la región que puede jactarse de nunca haber abandonado ni cedido poder desde tiempos coloniales, como se puede observar en elsiguiente cuadro:
Eso lo saben las FARC y cualquier analista serio que comprenda el triunfo cultural y político que tiene esta clase sobre las otras al existir un escenario en el que las opciones políticas prepoderantes, a favor y en contra de Santos, no son ni representan un riesgo a ninguno de los consensos de Colombia, que permiten que todavía exista una pobreza que abarca a la mitad de la población, y un 77% de tierras en manos de 13% de propietarios.
Para las FARC los acuerdos no son el llegadero, ni tampoco la certeza de que, por ejemplo, puedan conseguir la titulación de 10 millones hectáreas para el campesinado que expresan, sino el desafío de (ayudar a) construir una alternativa política, creíble para los colombianos, que “desate los cambios” necesarios para que Colombia abandone el orden que originó y perpetuó la guerra.
La contracara es el fracaso y la funcionalidad de un país, que a tono con la época en la región se prepara para una nueva ronda de saqueo y miseria en el tercio del territorio que aún le queda por explotar.