ELIER RAMÍREZ CAÑEDO EEUU-Cuba: ocho mitos de confrontación


Durante largo tiempo el conflicto Estados Unidos-Cuba ha sido estudiado por numerosos académicos en el mundo, fundamentalmente de los países implicados. Sin embargo, a pesar de las numerosas investigaciones existentes al respecto, y de las miles de páginas de documentos desclasificados en los propios Estados Unidos, todavía hoy persisten determinados mitos, sustentados en el desconocimiento, la falta de información, los análisis superficiales y la manipulación intencionada con propósitos políticos.

No son pocos los enemigos de la Revolución cubana que utilizan la tergiversación histórica como vía predilecta para atacar el proyecto cubano, dentro de una estrategia más amplia de guerra cultural contra el socialismo en Cuba.

El objetivo fundamental de este ensayo es ofrecer los argumentos necesarios para desbancar todos aquellos mitos que, en torno al conflicto Estados Unidos-Cuba, todavía en nuestros días pretenden convertirse en verdades establecidas. Solo presentamos y analizamos ocho de ellos (que serán publicados esta semana en varias entregas por Ciudad CCS), por considerarlos los más importantes en cuanto a su recurrente mención en los círculos académicos foráneos, pero lógicamente no serían los únicos a tener en cuenta.

Mito 1: “La raíz del conflicto estuvo en la alianza de la Revolución con la Unión Soviética, pues la administración Eisenhower estaba dispuesta a entenderse con un proyecto nacionalista democrático en Cuba”.

Este planteamiento desconoce la evolución histórica del conflicto Estados Unidos-Cuba cuyas primeras expresiones pueden remontarse a finales del siglo XVIII, cuando comenzó a perfilarse lo que sería la esencia fundamental de la confrontación bilateral: hegemonía versus soberanía. Las fuentes documentales existentes demuestran que las pretensiones de anexar o dominar a Cuba estuvieron presentes en los padres fundadores de la nación norteamericana incluso desde antes de alcanzada la Independencia de las Trece Colonias.

Ya en 1767 Benjamín Franklin había recomendado al lord William Petty II, conde de Shelburne y secretario de Estado para los asuntos coloniales de Inglaterra, fundar un asentamiento en Illinois para, ante un posible conflicto armado, sirviera de puente para descender hasta el golfo de México y luego tomar Cuba o México mismo. También en una fecha tan prematura como 1783 John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, había hecho la siguiente declaración: “Cuba es una extensión natural del continente norteamericano, y la continuidad de los Estados Unidos a lo largo de ese continente torna necesaria su anexión”.

Este trabajo se haría demasiado extenso si citáramos las numerosas expresiones obtenidas de los documentos de los llamados Founding Fathers, fundamentalmente de los que luego ocuparon la presidencia y la secretaría de Estado de ese país, que demuestran cómo, desde el surgimiento de esa nación, la élite de poder norteamericana proyectó la anexión de Cuba a su territorio. Para 1823, la llamada política de la fruta madura se convertiría en la piedra angular de la política exterior de los Estados Unidos hacia la mayor de las Antillas. Mientras no existieran las condiciones para apoderarse de Cuba, era preferible que la isla permaneciera bajo el dominio de España, antes de que su soberanía fuera transferida a una nación mucho más poderosa, especialmente Inglaterra, la reina de los mares en aquellos años. Aunque también Estados Unidos rechazó con vehemencia la posibilidad de una expedición colombo-mexicana que llevara la independencia a Cuba y Puerto Rico en la década del 20 del siglo XIX y se negó a reconocer la beligerancia de los cubanos durante las gestas independentistas de la segunda mitad del decimonónico. Estados Unidos consideró que estas opciones políticas para Cuba también podían poner en riesgo sus ambiciones sobre la isla.

Asimismo, durante la república neocolonial burguesa, Estados Unidos bloqueó toda posibilidad de existencia de una burguesía nacional en Cuba. El llamado gobierno de los 100 días –realmente fueron 127–, que no fue un gobierno comunista –aunque tomó medidas de beneficio social de importancia, sobre todo, por inspiración de su secretario de Gobernación, Guerra y Marina, Antonio Guiteras Holmes– por el solo hecho de haberse replanteado los términos de las relaciones con los Estados Unidos y adoptar posiciones antiinjerencias, Washington no lo reconoció y se implicó en las conspiraciones que llevaron finalmente a su caída.

Estados Unidos también hizo todo lo posible por evitar que un gobierno de corte nacionalista burgués liderado por el partido ortodoxo se hiciera de las riendas del país y apoyó hasta las últimas consecuencias a Fulgencio Batista, figura representativa del más conservador capitalismo dependiente cubano. Cuando la caída de Batista se hacía inexorable, la administración de Eisenhower trató, a última hora, de construir y respaldar una tercera fuerza que evitara que el Movimiento 26 de julio llegara al poder.

Entonces, cuando triunfa la Revolución cubana en 1959, es cierto que la administración republicana de Dwight D. Eisenhower reconoció –no sin cierta reticencia– al nuevo gobierno el 7 de enero, pero al mismo tiempo se trazó como meta fundamental evitar la consolidación de la revolución social en Cuba y con ello, que los intereses estadounidenses en la isla fueran lastimados. De ahí la poca cooperación y animadversión que mostraron las autoridades norteamericanas hacia los nuevos líderes cubanos desde el propio momento del triunfo, a pesar de la valoración positiva que tenían sobre varias figuras moderadas dentro del Gabinete cubano, a las cuales pensaba utilizar para evitar la radicalización del proceso y la conservación de la isla en la esfera de influencia norteamericana.

Eisenhower había apoyado al dictador Fulgencio Batista desde que asumió la presidencia de los Estados Unidos, por lo cual no estaba en condiciones de entenderse con la Cuba revolucionaria que emergía. Por lo anterior, la Administración de Eisenhower no significaría un nuevo diseño de política hacia Cuba, sino una total continuidad. El mismo equipo de gobierno que había fracasado tratando de buscar una alternativa para evitar la toma del poder por parte de las fuerzas revolucionarias, era el mismo que entonces tenía que entendérselas con la Cuba de Fidel Castro. Por tal razón los planes subversivos de la potencia del norte contra la Revolución Cubana comenzaron a planificarse y ejecutarse desde los primeros meses del año 1959, sobre todo por la CIA, aunque sería luego de aprobada la Ley de Reforma Agraria, el 17 de mayo, que estos se hicieron sentir con más virulencia. Es a partir también de esa fecha que comienza gradualmente a observarse una mayor y estrecha articulación entre la CIA y el Departamento de Estado en función del cambio de régimen en Cuba.
A pesar de que la aprobación formal del “Programa de acción encubierta contra el régimen de Castro”

ocurrió en marzo de 1960, la decisión del “cambio de régimen” había sido tomada desde el propio año 1959. Las dudas que aún podían quedar a los Estados Unidos sobre si la radicalidad del proceso revolucionario cubano traspasaría los límites de su tolerancia o los “requerimientos mínimos de seguridad”, como aparecía en algunos de sus documentos secretos, terminaron cuando se firmó la primera Ley de Reforma Agraria en Cuba, el 17 de mayo de 1959. Todas las evidencias hacen pensar que a partir de ese momento el Gobierno de los Estados Unidos se convenció de que la revolución social en Cuba era verdadera y que esta constituía un peligro potencial para sus intereses fundamentales en la isla y en el hemisferio occidental. Todavía las relaciones entre Cuba y la URSS no se habían establecido, ni se había declarado el carácter socialista de la Revolución, pero el desafío cubano era ya considerable, pues rompía con los moldes clásicos del control hegemónico de Washington sobre la región.

No fueron entonces los vínculos de Cuba con la URSS, a partir de febrero de 1960, cuando se firman los primeros acuerdos económicos –que tal y como reportó el embajador estadounidense en La Habana al Departamento de Estado no afectaban directamente los intereses estadounidenses, sino más bien todo lo contrario– los que originaron el conflicto Estados Unidos-Cuba, como algunos autores se afanan en tratar de hacer ver, en un relato poco plausible. El problema de fondo estuvo en que el Gobierno revolucionario cubano rompió con la tradición de subordinar la política interna y externa de la Isla a los dictados de Washington. Esa independencia no estaba dispuesta a aceptarla el Gobierno de los Estados Unidos, pues rompía toda la lógica con la que Washington acostumbraba a tratar a los países de América Latina y el Caribe. De esta manera, la Revolución Cubana pasó a convertirse en un problema de “seguridad nacional” para los Estados Unidos al considerarse “la primera penetración comunista significativa en el hemisferio occidental”.

Pero lo cierto es que la idea de una Cuba satélite de Moscú sería el pretexto idóneo que buscarían algunas de las figuras más importantes dentro de la administración estadounidense para el diseño de una política más agresiva contra la Isla. Sentada las razones propagandísticas, la administración Eisenhower comenzó de inmediato un amplio espectro de políticas agresivas contra la Revolución Cubana con el objetivo de lograr un cambio de régimen mucho antes de establecidas las relaciones entre Cuba y la URSS y de declarado el carácter socialista de la Revolución, entre ellas: suspensión de la asignación de créditos, campañas difamatorias, violaciones al espacio aéreo y marítimo de Cuba, sabotajes a los objetivos económicos en la isla, ataques piratas, apoyo de la CIA a la contrarrevolución interna en sus actos de sabotajes, sostén e incitación al bandidismo, intentos de asesinato contra los líderes de la Revolución, utilización de la Organización de Estados Americanos (OEA) para condenar y aislar diplomáticamente a Cuba, apoyo encubierto a una invasión desde el exterior por elementos batistianos acantonados en Santo Domingo bajo el patrocinio del dictador Trujillo, entre otros actos de agresión. Sin embargo, muy pronto la CIA y el Presidente llegaron a la conclusión de que el único modo de “solucionar” el asunto de Cuba era sobre la base de asesinar a Fidel Castro o invadir la isla. De este modo, desde diciembre de 1959 la CIA había concebido un programa de formación de un ejército de mercenarios cubanos, algunos de ellos criminales de la dictadura batistiana, para invadir el país. Este plan fue aprobado por el presidente Eisenhower en marzo de 1960. El 6 de julio del propio año el presidente estadounidense canceló la cuota cubana de azúcar y el 19 de octubre su administración declaró el “embargo” parcial al comercio, prohibiendo todas las exportaciones, excepto de alimentos y medicinas, aunque la guerra económica contra Cuba había comenzado también mucho antes. El 3 de enero de 1961 el Gobierno norteamericano anunció el rompimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba y el 16 de enero estableció las primeras restricciones a los viajes de los ciudadanos estadounidenses a la Isla.

Así, la Administración de Eisenhower dejó preestablecidos los elementos esenciales que caracterizarían la política de los Estados Unidos hacia Cuba durante más de medio siglo.

Mito 2: “Fue el Gobierno Revolucionario en Cuba el que empujó la situación hacia la ruptura de las relaciones diplomáticas en enero de 1961”.

En abril de 1959 Fidel viaja a los Estados Unidos –su segunda salida al exterior después del triunfo de la Revolución–, no para pedir dinero como estaban acostumbrados los presidentes de la república neocolonial burguesa, sino para explicar los rumbos que tomaría la Revolución y tratar de lograr la comprensión del Gobierno y pueblo de los Estados Unidos sobre el nuevo momento histórico que se vivía en Cuba. También el viaje fue una continuación de la “Operación Verdad”, llevada adelante por el Gobierno y pueblo cubanos en los primeros meses después del triunfo de la Revolución para responder a la gran campaña de infundios de los medios occidentales y representantes del Gobierno de los Estados Unidos que señalaban que en la Isla se estaba produciendo un “baño de sangre” contra los antiguos defensores del régimen de Batista. Todo pudo haber sido menos traumático para los Estados Unidos, de haber respondido de manera diferente a la Revolución Cubana. La reacción airada y hostil de Washington solo logró incentivar y acelerar la radicalización del proceso revolucionario y el acercamiento –como lo había deseado Allan Dulles para que sirviera de pretexto para una escalada del conflicto– a la URSS. Realmente la clase dominante de los Estados Unidos estaba incapacitada para entender lo que sucedía en la isla y el papel de su nuevo liderazgo. Lo que estaba ocurriendo en la mayor de las Antillas se iba de todos los cálculos posibles. Les era imposible pensar que, luego de tantos años de exitoso control del hemisferio occidental, pudiera un país tan cercano apartarse de sus designios e influencias.

Ante la aceptación de Fidel de una invitación de la Sociedad Americana de Editores de Periódicos para visitar Washington y hablar ante su reunión anual en abril, lo primero que hizo Eisenhower en una reunión del Consejo Nacional de Seguridad Nacional fue preguntar si no se le podía negar la visa al líder cubano, para luego –ya durante la estancia de Fidel en ese país– evadir la posibilidad de un encuentro.

Eisenhower dejó esta “incómoda” misión en manos del secretario de Estado Cristian Herter y el vicepresidente Richard Nixon.

Es decir, solo a tres meses del triunfo revolucionario, cuando aún no se habían establecido los vínculos con los soviéticos, ni firmado la Ley de Reforma Agraria y prácticamente no se había tomado medida alguna que afectara sustancialmente los intereses de los Estados Unidos, la administración Eisenhower se mostraba poco cooperativa y más bien adversa con el nuevo gobierno cubano, especialmente con Fidel Castro. Ello a pesar de que el líder cubano buscaba la manera de no provocar una ruptura abrupta con Washington, si bien advertía en cada discurso a los vecinos del norte que las cosas iban a ser diferentes, pues en Cuba por primera vez habría independencia y soberanía absoluta.
Por otro lado, las nacionalizaciones de propiedades estadounidenses en los años 59 y 60 no fueron una provocación deliberada de Cuba para buscar la ruptura de las relaciones con los Estados Unidos, sino una necesidad de la Revolución, planteada desde 1953 por Fidel, en su famoso alegato de autodefensa ante los tribunales de la tiranía batistiana, La historia me absolverá y prevista en la Constitución de 1940. También fueron una respuesta a las agresiones constantes del gobierno de Washington y al cerco económico que comenzó mucho antes de establecido el bloqueo económico, comercial y financiero contra Cuba por orden ejecutiva del presidente Kennedy en febrero de 1962. Sin embargo, las nacionalizaciones cubanas no fueron discriminatorias y Cuba estuvo dispuesta en todo momento a negociar la indemnización por las propiedades estadounidenses expropiadas. Así lo hizo con otros países como Francia, Inglaterra, Irlanda del Norte, Canadá y España. Solo el Gobierno de los Estados Unidos se negó a establecer una fórmula de pago que no fuera “rápida, adecuada y efectiva”.

Washington rompió relaciones diplomáticas con Cuba en enero de 1961, alegando que era una respuesta a medidas hostiles de la Isla, cuando en realidad, el gobierno de Eisenhower desde mucho tiempo antes buscaba ese rompimiento. Desde finales de octubre de 1960 Estados Unidos había retirado a Bonsal como embajador en La Habana.

La decisión del Gobierno cubano de limitar el personal de la Embajada estadounidense en La Habana a 11 miembros –Estados Unidos tenía más de 300–, el mismo número de funcionarios que tenía Cuba en Washington, fue el pretexto que vino como anillo al dedo a la administración Eisenhower para romper las relaciones diplomáticas con Cuba.

CONTINUARÁ…

*Académico cubano. Doctor en Ciencias Históricas

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