
En 1980, a un año del triunfo de la Revolución Sandinista, el comandante poeta Tomás Borge declaró en su discurso “¿Qué es un sandinista?”, que es una persona que se esfuerza por ser éticamente superior con su constante preocupación por el prójimo y “que hace todo lo posible para abandonar el egoísmo, la aversión al trabajo y las actitudes autoritarias”.
El 25 de febrero de 1990, la candidata de Washington, Violeta Chamorro, ganó las elecciones presidenciales en Nicaragua. Tomás Borge, acuartelado en su trinchera ministerial, lloró. Ante la pregunta ¿por qué perdió el sandinismo? Su respuesta fue de claro ejercicio de la autocrítica: “caímos en el pecado de la arrogancia. Esto es negativo para cualquier partido político, incluyendo un partido revolucionario. Creer que somos dueños de verdades inmortales es muy negativo”.
A los pocos días, el comandante viajó a Caracas. Después de compartir una conferencia en la Universidad Central de Venezuela, un curioso le formuló la misma pregunta. Su respuesta esta vez fue mucho más madura: “porque perdimos la humildad”.
Cuando un ser humano pierde la humildad, inmediatamente se vuelve altanero, presuntuoso, prepotente y soberbio. A estos antivalores le sigue la ostentación. De allí a caer en corrupción hay un paso. A menudo vemos a uno que otro funcionario público atropellar o maltratar a los demás debido a los derechos que él mismo se atribuye.
La arrogancia es el sentimiento de superioridad que desarrolla un individuo en relación con los otros, basado en la falsa creencia de que merece mayores privilegios o concesiones que el resto.