LA MASACRE DE RÍO

Sao Paulo, Brasil (Prensa Latina) Hubo un tiempo en que Río de Janeiro era conocida como la «Ciudad Maravillosa». Hoy, ese apodo suena a amarga ironía ante las llamas que consumieron casi un centenar de autobuses, las calles sitiadas y el miedo que paralizó a millones de personas.

  • noviembre 5, 2025

Frei Betto*, colaborador de Prensa Latina

El Comando Vermelho-CV (Comando Rojo) sembró el terror y el Estado respondió con la misma barbarie: balas, cerco y cadáveres esparcidos. Al final, se perdieron 121 vidas, entre ellas las de cuatro policías. Ninguno de los fallecidos figura en la denuncia de la Fiscalía de Río de Janeiro que motivó la operación.

Hasta la noche del viernes, se habían identificado 109 cuerpos. La mayoría pertenecían a fugitivos y miembros del CV de otros estados: 78 tenían antecedentes por narcotráfico, robo y asesinato; 43 tenían órdenes de arresto; 39 eran de otros estados. 30 de los fallecidos identificados ni siquiera tenían antecedentes policiales. Todos, culpables o no, fueron tragados por el mismo torbellino de violencia que convierte a la ciudad en una zona de guerra. ¡La Gaza de los trópicos!

Estas muertes no comenzaron el día de la masacre. Comenzaron décadas atrás, cuando el abandono fue oficialmente sancionado como política pública. Comenzaron cuando el derecho a la paz se privatizó y la seguridad se subcontrató a facciones. Comenzaron cuando el Estado cambió la asistencia social por la guerra, la escuela por la cárcel, el diálogo por el fusil.

El narcotráfico no surge de la nada. Nace donde el Estado nunca ha sembrado esperanza. Crece en ausencia de políticas públicas, florece entre muros agrietados y callejones insalubres, se alimenta de la desigualdad y la humillación. Las facciones son el reflejo distorsionado del capitalismo brasileño: jerárquico, violento, sediento de lucro y control. El narcotraficante es el empresario de la ruina, y el consumidor en los barrios acomodados es su inversor invisible.

No hay nada que celebrar. Una operación que termina con 121 muertos no es una victoria, es una derrota civilizatoria. El Estado no puede combatir el crimen reproduciendo su propia lógica. Con cada redada policial en que la favela es tratada como territorio enemigo, la distancia entre el poder público y el pueblo se agranda. La paz no puede construirse sobre el terreno ensangrentado de la periferia.

El narcotráfico es, sin duda, un flagelo. Y prolifera donde el Estado jamás ha brindado seguridad a los residentes ni implementado políticas públicas. Las mil 900 favelas de Río de Janeiro sufren la falta de escuelas, saneamiento, transporte, cultura, actividades deportivas, empleo y perspectivas de vida. Las facciones ocupan el vacío dejado por décadas de omisión gubernamental. Son el reflejo perverso de un sistema que excluye, humilla y criminaliza a los excluidos. El narcotraficante suele ser el resultado final de una política que canjeó derechos por armas y políticas sociales por operaciones mediáticas.

La violencia se ha vuelto rutinaria y la brutalidad se ha institucionalizado. El gobierno habla de “operaciones de seguridad”, pero ¿qué seguridad hay en ametrallar comunidades enteras? La seguridad pública en Río se ha convertido en la gestión de cadáveres. Con cada masacre, se repite el mismo guion: promesas de “investigación rigurosa”, frías notas del gobierno y el silencio que envuelve la ciudad cuando las cámaras de los medios se marchan.

Los estudiosos de este tema coinciden unánimemente en que no se destruye una facción con un rifle, sino con políticas públicas. La guerra contra las drogas fracasa porque no es una lucha contra las drogas, sino una guerra contra los pobres. Con cada muerte, la favela se vuelve aún más vulnerable, el narcotráfico se reorganiza y el ciclo se repite. El verdadero enemigo no es la juventud armada, sino la ausencia del Estado que la empujó a ello.

Río, sitiado e incendiado, presencia el colapso de sus mayores riquezas: el turismo, la belleza de sus paisajes y el buen humor de los cariocas. Ninguna ciudad sobrevive cuando la muerte se vuelve rutinaria y la injusticia persiste. La belleza por sí sola no da de comer, y la postal pierde su encanto ante el dolor.

Pero hay quienes resisten. Madres que entierran a sus hijos y aún así alzan pancartas en las plazas. Ciudadanos que filman, denuncian y documentan. Personas que, entre el miedo y el duelo, aún creen en la vida. Estos son los guardianes del Río que permanece, el Río que no se rinde.

Los 121 muertos no son solo números. Son el reflejo de un país que ha perdido el rumbo, confundiendo justicia con venganza y seguridad con exterminio. Brasil debe elegir: seguir contando los cuerpos de las víctimas de la violencia urbana o gobernar, por fin, para la vida de todos.

Solo habrá paz cuando el Estado sea una presencia de derechos, no de muerte. Solo habrá futuro cuando la favela deje de ser territorio enemigo. Solo volverá a existir Río de Janeiro cuando la ciudad recuerde que está hecha de personas y las personas no son desechables.

¿Por quién lloran las madres de los jóvenes asesinados? Lloran al ver sueños destrozados por la letalidad policial y el error de buscar en el crimen el camino hacia una vida mejor. Sobre todo, lloran por un país que ha perdido el sentido de la justicia.

El axioma «el único criminal bueno es el criminal muerto» representa la barbarie disfrazada de justicia. Niega el estado de derecho, desprecia la dignidad humana y sustituye la ley y los derechos por la venganza. Al abogar por el asesinato en lugar de la rehabilitación y la lucha contra las causas profundas del narcotráfico y el tráfico de armas, esta mentalidad fortalece la violencia que pretende combatir y debilita a la propia sociedad civilizada.

rmh/fb

*Escritor brasileño y fraile dominico, conocido internacionalmente como teólogo de la liberación, autor de 60 libros de diversos géneros literarios. En dos ocasiones, 1985 y 2005, mereció el premio Jabuti, el reconocimiento literario más importante del país. En 1986 fue elegido Intelectual del Año por la Unión Brasileña de Escritores. Asesor de movimientos sociales como las Comunidades Eclesiales de Base y el Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra, ha participado activamente en la vida política de Brasil en las últimas cinco décadas.