
Natalia Chavarro, periodista.
Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Esta columna fue escrita por la columnista invitada Natalia Chavarro.
El acto de enterrar bien a los muertos tiene antecedentes desde el tiempo de los neandertales y es la razón por la que Gladys Ávila no ha pegado el ojo desde 1993.
Vive en Suecia, un país que solemos escuchar como un ejemplo genérico de por qué [eso] —pobreza, violencia, corrupción, etcétera— «no pasaría en Suecia» (país que admite intercambiarse por Dinamarca, Finlandia o Noruega). Suecia es para nosotros un país imaginado que se opone a nuestra realidad: bosques gélidos, auroras boreales, casitas de colores al lado de lagos impolutos y personas altas que «no tienen problemas».
En ese paisaje remoto vive Gladys, una mujer recia en sus convicciones, generosa para hablar y con una sonrisa caída. Pasa los días cosiendo ropa y cuidando personas con discapacidad. La otra mitad del tiempo acompaña y lidera grupos de familiares de personas desaparecidas en Colombia, no pocos exiliados en los países del norte. Lo hace en contra de la voluntad —a veces sosa, a veces intencional— del Estado colombiano que tiene como decreto hacerles la vida más difícil.
Decidió migrar en 2006, durante el gobierno de Álvaro Uribe, luego de que las amenazas, los allanamientos y las interceptaciones telefónicas se volvieran insoportables. Desde la distancia enseña cómo presentar derechos de petición ante las entidades responsables de buscar los cuerpos, prepara despedidas simbólicas para sus seres queridos y dirige marchas en su memoria. Y lo hará, dice, “hasta el día en que tenga voz para seguir gritando”.
Su trabajo en defensa de los derechos humanos empezó en la Asfaddes (Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos) luego de que su hermano, Eduardo Ávila, exescolta de Carlos Pizarro, fuera detenido, desaparecido y asesinado sin ninguna explicación oficial. Su hermano, dice, está lejos de ser una víctima perfecta.
Eduardo militó en el M-19 desde su adolescencia, impulsado por la vez en la que esa guerrilla irrumpió en su colegio al sur de Bogotá para repartir leche y arroz entre los estudiantes. Él no quiso ser un receptor pasivo de la ayuda sino que buscó ser quien la dispensara, y por ello se unió a ese grupo de jóvenes rebeldes. Según cuenta Gladys, esta era una de las cualidades que lo diferenciaba de sus hermanos: Eduardo no pensaba en la urgencia del día a día y, en cambio, lo movían propósitos más ambiciosos. “Es que todo el mundo tiene derecho a limpiarse el culo con papel higiénico”, recuerda haberle oído alguna vez .
Eduardo fue un auténtico joven de barrio. Sus amigos le decían “Mamoncillo” por su personalidad de arlequín. Hizo parte de una gallada “Los Tigres” con quienes se movía por el barrio La Victoria alegrándose la vida. César Lasprilla, amigo cercano de Eduardo, evoca las noches de rumba con su amigo a quien encargaba de girar una y otra vez la bola disco para reflejar un juego de luces.
Recuerda un cumpleaños en el que Eduardo amaneció de malas y la gallada lo animó amarrándolo a un poste y catapultando una lluvia de huevos crudos contra su cuerpo. Y también esa vez en la que “Los Tigres” salieron de esa hilera de casas bajitas para emprender camino hacia Melgar, solo para que otro grupo de jóvenes aún más pobres les robaran los tenis mientras dormían en un parque.
César atestiguó la transición del joven licencioso al miliciano con conciencia política. Memora cuando Eduardo convenció a “Los Tigres” de unirse a una protesta por la escasez de agua potable en el barrio y cuando los sacaron a punta de palo por ocupar un lote para que personas sin vivienda se asentaran allí.
Desde muy joven, dice César, “el hombre venía jodiendo y jodiendo con eso del M-19”. A fuerza de contactos, Eduardo se fue enrolando en la guerrilla, hasta que un día, a punto de cumplir la mayoría de edad, le dijo a Gladys, su hermana y confidente, que se iba para el monte. De “Mamoncillo” pasó a ser “El Tigre”, alias que escogió en remembranza de su gallada. En los bosques de la cordillera le creció una melena en forma de afro y un bigote de revolucionario.
Luz Amparo Sundqvist, exmilitante del M-19, recuerda que el carisma y el humor de Eduardo lo hacían el peón perfecto para hablar con las comunidades que resguardaban a la guerrilla mientras avanzaban por el terreno. Era un hombre confiable que seguía órdenes y tenía un talento especial para el tiro al blanco. Posiblemente por estas características lo asignaron como escolta de Carlos Pizarro, entonces un alto mando del M-19. Y a su lado permaneció hasta los años noventa cuando el M-19 decidió entregar las armas, romper filas y lanzar al comandante a una cortísima campaña presidencial interrumpida por su asesinato el 26 de abril de 1990 en un hecho que trastocaría la vida de Eduardo y de su familia.
Hasta ese día, cuenta Gladys, no había visto tanta tristeza en la mirada de su hermano. En un video con poca resolución se aprecia a Eduardo expectante de noticias en las afueras de la Caja Nacional de Previsión, donde Pizarro fue ingresado tras ser baleado. Llevaba tenis blancos, pantalón negro y una chaqueta de franjas azules, rojas y blancas. Tan pronto el vocero del hospital anuncia el deceso del comandante, se ve a Eduardo disparar hacia el cielo —como matando el aire— y luego se desploma de dolor en los brazos de una mujer y de un hombre.
En otro abril, esta vez el de 1993, Eduardo estaba paranoico y sin empleo formal. Dos de sus compañeros del eme habían desaparecido días atrás y era tal su prevención que resolvió instalar una alarma antirrobos en su casa. El viernes 20 en la mañana salió, según le dijo a Gladys, con destino a Chapinero. Ella le manifestó que lo necesitaba en la tarde para arreglar la parabólica y luego para entregar un pedido de chaquetas en el norte. “Loquita, no sé si alcance a llegar, le va a tocar que entregue eso sola, porque no creo que esté”, sentenció. Eduardo se despidió mordiéndole el cachete con cariño y salió a tomar el bus.
Entre las siete y treinta y las ocho de la noche de ese viernes Gladys recibió varias llamadas. Del otro lado del teléfono, desconocidos le avisaron que habían visto a un hombre ser detenido por agentes de la Sijín, una dependencia de la Policía encargada de investigar y prevenir el crimen. Lo oyeron pedir ayuda y le contaron que se aferró a un poste de la luz al frente de la iglesia de Lourdes mientras dictaba a gritos el número de teléfono de la casa. Fue tal el alboroto, según los testigos anónimos con los que habló, que al lugar llegaron policías de vigilancia. Sin embargo, cuando reconocieron a sus colegas de la Sijín dejaron a Eduardo a su suerte.
Una vez colgó, Gladys reunió a sus seis hermanos en la casa. Si todos se tomaban de las manos e intentaban ubicar a su hermano con la mente, pensaba, afloraría una intuición, un indicio, un principio de respuesta. Más tarde, Gladys acudió a la Fiscalía, donde uno de los funcionarios le avisó que debía esperar setenta y dos horas para formular la denuncia —valga decir, el periodo más crítico para encontrar a una persona desaparecida—.
Vista la inacción de las autoridades, Gladys asumió el liderazgo de la búsqueda y encargó tareas entre sus hermanos: una iría dos veces al día a Medicina Legal, el otro esperaría llamadas en la casa, ella mandaría fotos a los medios de comunicación y sostendría económicamente a la familia pues la labor de encontrar a un desaparecido, además de ardua, es costosa.
Esa primera semana fue un vórtice en la familia Ávila: sus hermanos perdieron el trabajo, su padre se refugió en el alcohol y su madre visitaba los cementerios de la ciudad en estado de luto anticipado. Gladys recuerda que su madre evocaba su panza de embarazo cuando Eduardo estaba en gestación. Su piel llena de moretones (por cuenta de un accidente que había sufrido en ese entonces), la hacían pensar que su hijo había nacido sufriendo.
En uno de tantos días de angustia, Gladys visitó la Asfaddes, la única entidad que ella recuerda que se encargaba de buscar desaparecidos. Al entrar a la oficina se enfrentó con una imagen que la dejó helada: en la sala de espera había retablos repletos de fotos, entre ellas unas que pudo reconocer: “Este es el profe, el flaco, el no sé qué, y me doy cuenta de que estoy sola: ¿quién me va a ayudar a buscar a mi hermano?”.
Transcurrida una semana desde la desaparición, Medicina Legal recibió un cuerpo que coincidía con el de Eduardo. Su lengua estaba cercenada y tenía escoriaciones en las manos.
“Lo mataron”, eso le contestaron a César Lasprilla —amigo del barrio de Eduardo— cuando preguntó por él en una tienda. Se enteró de lo ocurrido meses después y recién llegado del servicio militar. Su reacción fue echarse a llorar y en cuanto pudo le compuso una canción entre cuyos estribillos se escucha:
Has caído a tiros de unos malnacidos que creían que tú hablabas, pero un tigre nunca habla.
Desde el día en que constató que había sido asesinado, Gladys busca darle a su hermano una sana sepultura, pero la negligencia del Estado se observa en lo más mínimo: según su testimonio, la Fiscalía nunca recolectó pruebas con fines de incorporación en el juicio sobre el caso de su hermano, el número de radicado que expidió el juzgado correspondió por mucho tiempo al de una mujer que se suicidó y jamás se imputó o acusó a alguien por lo ocurrido. Hace varios años, el caso está archivado entre los miles de expedientes judiciales sin respuesta.
Contra el desinterés, la imprudencia y el desamparo de un Estado que pudo intervenir activa y directamente en la detención arbitraria, desaparición, secuestro, tortura y homicidio de Eduardo, Gladys sigue escabulléndose entre los muertos y forzando a los vivos a actuar.
Por voluntad propia ha denunciado asesinatos extrajudiciales cometidos sistemáticamente por las fuerzas armadas y su aporte fue determinante para el capítulo del Informe Final de la Comisión de la Verdad sobre los desaparecidos. Su misión es que el Estado asuma la responsabilidad y se ponga al día en las labores que abandonó, con lo que —cree— los familiares de miles de desaparecidos podrán terminar la larga espera que los mantiene en vilo.
Desde el frío sueco y con el nombre de su hermano siempre en la punta de la lengua, Gladys se prepara para una nueva reunión con otros colombianos que pasaron por lo mismo que ella, para ver si juntos se dan algo de calor y alivio mientras se espera la acción de la justicia. Como el corazón de Antígona, quien se sacrificó para sepultar honrosamente a su hermano, el de Gladys es «un corazón ardiente sobre cosas que hielan de espanto».
Agradecimientos especiales a Pablo Ceballos Navas por revisar minuciosamente este documento.



Natalia Chavarro
Periodista, abogada y productora de pódcast documentales en Colombia.
Los textos que aquí se publican son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no expresan necesariamente el pensamiento ni la posición de la Fundación Konrad Adenauer, KAS.