
Por Xavier Villar. Resumen Medio Oriente, 03 de julio de 2025.
En el tablero de Oriente Medio (Asia Occidental), la seguridad rara vez se reduce a una cuestión meramente defensiva; es, ante todo, una narrativa de poder.
Israel, marcado por una historia de aislamiento regional y una identidad forjada en la excepcionalidad, ha convertido la seguridad en el prisma a través del cual interpreta cada oportunidad y cada amenaza. Pero, ¿qué sucede cuando la seguridad se transforma en una obsesión y se convierte en la justificación central de toda política exterior?
La doctrina israelí ha hecho de la alianza con minorías étnicas y religiosas una herramienta estratégica para influir y, en última instancia, fragmentar a sus adversarios. Irán, con su compleja composición multiétnica, se presenta como un objetivo tentador para esta política de “divide y vencerás”. La promoción de narrativas separatistas o el apoyo encubierto a grupos periféricos no son meros actos tácticos, sino parte de una visión más amplia: debilitar la cohesión interna de un rival regional y reconfigurar el equilibrio de poder en la región.
Sin embargo, este enfoque securitario no es inocente ni neutral. Al reducir a comunidades enteras a simples piezas en un juego geopolítico, se despoja a estos actores de su agencia y se legitima la intervención bajo el pretexto de la protección. La seguridad, en este marco, deja de ser un derecho universal y se convierte en una tecnología de control que justifica la vigilancia, la manipulación y la fragmentación social. Es un modelo que, como han señalado diversas voces críticas, convierte la diferencia en amenaza y la diversidad en un campo de batalla.
Pero hay más. Analistas como Sahar Ghumkhor invitan a mirar más allá de la superficie: cuando se impone la lógica de la seguridad, se invisibilizan las historias de exclusión, resistencia y negociación que atraviesan a las comunidades afectadas. La instrumentalización de las minorías no responde a un interés genuino por sus derechos, sino a su utilidad coyuntural dentro de agendas externas de poder. Así, las demandas legítimas de justicia y reconocimiento quedan subordinadas a estrategias que poco tienen que ver con la autodeterminación.
En este contexto, la política israelí hacia Irán revela los límites y peligros de una visión securitaria llevada al extremo. No solo perpetúa la inestabilidad regional, sino que también refuerza jerarquías coloniales y reproduce una lógica de excepción que justifica casi cualquier acción bajo el paraguas de la seguridad.
Este artículo pretende explicar el deseo político israelí de balcanizar a Irán y cómo esta política no tiene en cuenta la resistencia de las minorías étnicas dentro de la República Islámica frente a estos intentos de fomentar divisiones internas.
El rol de la Fundación para la Defensa de las Democracias y la visión neoconservadora
Uno de los grupos más activos en esta estrategia de balcanización es la neoconservadora Fundación para la Defensa de las Democracias (FDD), con sede en Washington. Brenda Shaffer, del FDD, ha sostenido que la composición multiétnica de Irán constituye una vulnerabilidad que puede ser explotada. Su postura coincide con un editorial reciente del Jerusalem Post que, tras los primeros ataques israelíes en la guerra reciente contra Irán, instó abiertamente al expresidente Trump a respaldar la desmembración del país.
El editorial proponía la formación de una “coalición de Oriente Medio para la partición de Irán” y el otorgamiento de “garantías de seguridad a las regiones sunníes, kurdas y baluchis dispuestas a separarse”. El Jerusalem Post ha defendido explícitamente que Israel y Estados Unidos apoyen la secesión de lo que denominan “Azerbaiyán del Sur”, es decir, las regiones del noroeste iraní habitadas mayoritariamente por población azerí.
Estas ideas no son solo declaraciones aisladas: reflejan un enfoque estratégico para descomponer la unidad política de Irán, usando la diversidad étnica como palanca para generar inestabilidad.
Contexto global: etnonacionalismo y geopolítica a finales del siglo XX
Desde una perspectiva teórica, el fin del siglo XX marcó el auge de las cuestiones relacionadas con el etnonacionalismo en política internacional. La disolución de la Unión Soviética y la fragmentación de Yugoslavia y Checoslovaquia resaltaron el papel central de los conflictos étnicos en la política global, lo que atrajo la atención de académicos y estrategas.
La dispersión de grupos étnico-religiosos en distintos Estados y su transformación en líneas de fractura activas amenazó la integridad territorial y la cohesión social en Estados con diversidad étnica. Así, las reivindicaciones identitarias se percibieron no solo como un desafío sino también como una oportunidad para las políticas exteriores de ciertos países.
Por ello, muchas potencias empezaron a apoyar a grupos fuera de sus fronteras para ganar influencia y poder, aprovechando las tensiones internas ajenas para fortalecer su posición regional.
La doctrina periférica israelí: una respuesta al aislamiento regional
Toda doctrina de seguridad resulta de una combinación de factores históricos, estructurales y subjetivos. En el caso del régimen israelí, la llamada doctrina periférica —la estrategia de establecer alianzas con actores no árabes o periféricos en la región para contrarrestar su aislamiento— responde a una lectura existencial de la amenaza y a una identidad política basada en el excepcionalismo y la sospecha.
Esta doctrina fue formulada por David Ben-Gurión, primer ministro de Israel, tras la guerra de Suez en 1956, como una forma de romper el cerco árabe y buscar apoyo en países no árabes de la región (como Turquía e Irán pre-revolución) y en minorías étnicas periféricas sometidas a la presión árabe.
La naturaleza colonial y excluyente del proyecto sionista, junto con su aislamiento regional, alimentaron una mentalidad securitaria que percibe toda diferencia como amenaza y a cualquier vecino como posible enemigo.
Minorías étnico-religiosas: instrumentos de la doctrina periférica
Más allá de los Estados, Israel ha fomentado vínculos encubiertos con minorías étnico-religiosas en países árabes e islámicos con el objetivo de desestabilizarlos. El apoyo a estas minorías, desde los kurdos hasta los drusos, es un componente clave para fragmentar el bloque árabe y mantener una superioridad estratégica.
Teóricos israelíes han expresado abiertamente esta política. Aryeh Ornstein postuló la disolución de los países árabes en entidades tribales como una oportunidad para Israel, mientras que Jabotinsky defendió la ayuda a los kurdos para debilitar el colonialismo árabe. Estas ideas reflejan un proyecto deliberado para fomentar el sectarismo y dividir a los Estados vecinos.
Tras la guerra de 1967 y el aumento del poder militar israelí, esta estrategia se reforzó y formalizó como parte del proyecto de dominación regional.
La realidad iraní: diversidad y cohesión política
Irán es un país de marcada diversidad étnica y lingüística, pero esta diversidad se encuentra dentro de un marco de cohesión política y territorial sostenido por la República Islámica.
La mayoría persa representa entre el 73 % y el 75 % de la población, seguida por la comunidad azerí con aproximadamente el 15 % al 17 %. Otros grupos incluyen a los kurdos suníes y chiíes (3,5 %–5 %), árabes del suroeste (3 %) y baluchis del sureste (2 %). Más del 99 % de la población es musulmana, con un predominio chií duodecimano del 95 % y minorías sunitas.
Desde una perspectiva geopolítica y de seguridad, Irán se divide en una parte central más homogénea y unidades periféricas heterogéneas. Pero a lo largo de su historia, estas partes han mostrado un comportamiento complementario y coordinado dentro del Estado, lo que garantiza una continuidad política y territorial robusta.
Un ejemplo de esta continuidad política fue la invasión de Irak a la región de Juzestán en 1980, durante la guerra contra Irán. La ofensiva iraquí estuvo acompañada por el lema de la unidad de la nación árabe y por una propaganda divisoria basada en diferencias étnicas. Aunque la parte occidental de la provincia de Juzestán está habitada mayoritariamente por árabes, la invasión encontró una resistencia local y regional significativa.
Irán no es un Estado frágil ni un mosaico étnico al borde del colapso. Se trata de una nación de aproximadamente 90 millones de habitantes, con una profunda identidad histórica y cultural que trasciende la diversidad de sus componentes. Quienes promueven la balcanización suelen fijarse obsesivamente en la pluralidad étnica —azeríes, kurdos, baluchis, árabes—, subestimando recurrentemente la fuerza integradora que ejerce la República Islámica.
El caso más paradigmático de esta falacia es la población azerí iraní, la segunda más numerosa después de la persa. Los azeríes habitan mayoritariamente en el noroeste del país, en provincias como Azerbaiyán Occidental y Oriental, Ardabil, Zanjan y Qazvín, extendiéndose también hacia Hamadán y el oeste de Guilán. A su vez, una importante comunidad azerí está plenamente integrada en centros urbanos clave como Teherán, Qom y Arak. Es importante destacar que los azeríes ocupan una posición social y política destacada dentro de Irán, con élites intelectuales, religiosas, científicas y culturales que desempeñan roles relevantes tanto a nivel local como nacional.
En este sentido, conviene recordar que figuras clave del sistema iraní, como el actual presidente, Masud Pezeshkian, y el Líder de la Revolución Islámica, el ayatolá Seyed Ali Jamenei, pertenecen a esta minoría.
Más allá de la composición étnica, existen lazos culturales y memorias colectivas compartidas entre iraníes de distintas nacionalidades, como la guerra contra Irak, que han contribuido a cimentar un sentido de identidad nacional compartida. Estudios como el realizado por Rasmus Elling y Kevan Harris, basados en una extensa encuesta social en 2016, revelan que muchos iraníes no se identifican exclusivamente con un solo grupo étnico, sino que reconocen pertenecer a múltiples identidades.
Por tanto, la idea compartida por Israel y think tanks como la Fundación para la Defensa de las Democracias (FDD) —según la cual bajo presión externa, como la reciente escalada entre Irán e Israel, las minorías se levantarían contra el gobierno central— se ha demostrado errónea. El efecto observado tras el ataque israelí fue justamente el contrario: un reforzamiento de la unidad nacional y la cohesión del tejido social iraní.
La realidad es que la cohesión nacional iraní supera con creces cualquier intento externo de fragmentación o desestabilización. Bajo la dirección firme y soberana de la República Islámica, Irán ha consolidado una identidad sólida que integra a sus diversas comunidades en un proyecto común de resistencia y autodeterminación. Esta unidad no solo refleja la fuerza histórica y cultural del país, sino también su capacidad para enfrentar y neutralizar las amenazas dirigidas a socavar su integridad territorial y política.
A raíz de este conflicto, se han vivido algunas de las expresiones de duelo y patriotismo más intensas en Irán en años. Reuniones multitudinarias de luto han estado marcadas por elegías y versos impregnados de referencias a Irán, extraídos tanto de la literatura clásica persa como de canciones populares contemporáneas, poemas nacionalistas e himnos patrióticos. Estos actos culturales y sociales reflejan un sentimiento profundo de identidad colectiva, que se manifiesta con fuerza ante cualquier agresión externa, evidenciando la solidez y la resiliencia del proyecto nacional iraní. Así, lejos de fragmentar a la sociedad, los intentos de balcanización han servido para reforzar la cohesión interna y la capacidad de resistencia de Irán como Estado-nación.
Fuente: HispanTV