
Bolívar tenía la frente alta, pero no muy ancha y surcada de arrugas desde temprana edad (indicio de pensador). Pobladas y bien formadas las cejas. Los ojos negros, vivos y penetrantes. La nariz larga y perfecta: tuvo en ella un pequeño lobanillo que le preocupó mucho, hasta que desapareció en 1820, dejando una señal casi imperceptible. Los pómulos salientes; las mejillas hundidas, desde que le conocí en 1818. La boca fea y los labios algo gruesos. La distancia de la nariz à la boca era notable. Los dientes blancos, uniformes y bellísimos; cuidábalos con esmero. Las orejas grandes, pero bien puestas. El pelo negro, fino y crespo; lo llevaba largo en los años de 1818 á 1821, en que empezó á encanecer, y desde entónces lo usó corto. Las patillas y bigotes rubios; se los afeitó por primera vez en el Potosí en 1825. Su estatura era de cinco piés seis palgadas inglesas. Tenia el pecho angosto; el cuerpo delgado, las piernas sobre todo. La piel morena y algo áspera. Las manos y los piés pequeños y bien formados que mujer habria envidiado. Su aspecto, cuando estaba de buen humor, era apacible, pero terrible cuando irritado; el cambio era increible.
Bolívar tenia siempre buen apetito, pero sabia sufrir hambre como nadie. Aunque grande apreciador y conocedor de la buena cocina, comia con gusto los sencillos y primitivos manjares del llanero ó del indio. Era muy sóbrio; sus vinos favoritos eran grave y champaña; ni en la época en que más vino tomaba nunca le vi beber más de cuatro copas de aquel ó dos de éste. Cuando se servía, llenaba él mismo las copas de los huéspedes que sentaba á su lado.
Hacia mucho ejercicio. No he conocido á nadie que soportase como él las fatigas. Despues de una jornada que bastaría para rendir al hombre más robusto, le he visto trabajar cinco ó seis horas, ó bailar otras tantas, con aquella pasión que tenía por el baile. Dormía cinco ó seis horas de las veinticuatro, en hamaca, en catre, sobre un cuero, ó envuelto en su capa en el suelo y á campo raso, como pudiera sobre blanda pluma. Su sueño era tan ligero y su despertar tan pronto, que no á otra cosa debió la salvacion de la vida en el Rincon de los Toros. En el alcance de la vista y en lo fino del oído no le aventajaban ni los llaneros. Era diestro en el manejo de las armas, y diestrísimo y atrevido jinete, aunque no muy apuesto á caballo. Apasionado por los caballos, inspeccionaba personalmente su cuido, y en campaña ó en la ciudad, visitaba varias veces al día las caballerizas. Muy esmerado en su vestido y en extremo aseado, se bañaba todos los días, y en las tierras calientes hasta tres veces al día. Prefería la vida del campo á la de la ciudad. Detestaba á los borrachos y á los jugadores, pero más que á éstos á los chismosos y embusteros. Era tan leal y caballeroso, que no permitia que en su presencia se hablase mal de otros. La amistad era para él palabra sagrada. Confiado como nadie, si descubría engaño ó falsía, no perdonaba al que de su confianza hubiese abasado.
Su generosidad rayaba en lo pródigo. No sólo daba cuánto tenía suyo, sino que se endeudaba para servir á los demás. Pródigo con lo propio, era casi mezquino con los caudales públicos. Pudo alguna vez dar oidos á la lisonja, però le indignaba la adulación.
Hablaba mucho y bien; poseía el raro dón de la conversación y gustaba de referir anécdotas de su vida pasada. Su estilo era florido y correcto; sus discursos y sus escritos están llenos de imágenes atrevidas y originales. Sus proclamas son modelo de elocuencia militar. En sus despachos lucen, á la par de la galanura del estilo, la claridad y la precisión. En las órdenes que comunicaba á sus tenientes no olvidaba ni los detalles más triviales: todo lo calculaba, todo lo preveía.
Tenia el dón de la persuasión y sabía inspirar confianza á los demás. A estas cualidades se deben, en gran parte, los asombrosos triunfos que obtuvo en circunstancias tan difíciles, que otro hombre sin esas dotes y sin su temple de alma se habría desalentado. Genio creador por excelencia, sacaba recursos de la nada. Grande siempre, éralo en mayor grado en la adversidad. «Bolivar derrotado era más temible que vencedor,» decian sus enemigos. Los reveses le hacían superior á sí mismo.
En el despacho de los negocios civiles, que nunca descuidó, ni aún en campaña, era tan hábil y tan listo, como en los demás actos de su vida. Meciéndose en la hamaca ó paseándose, las más veces á largos pasos, pues su natural inquietad no se avenía con el reposo; con los brazos cruzados, ó asido el cuello de la casaca con la mano izquierda y el índice de la derecha sobre el labio superior, oía á su secretario leer la correspondencia oficial y el sin número de memoriales y cartas particulares que le dirigían. A medida que leía el secretario iba él dictando su resolucion á los memoriales, y esta resolucion era, por lo general, irrevocable. Dictaba luego, y hasta á tres amanuenses à la vez, los despachos oficiales y las cartas; pues nunca dejaba una sin contestar, por humilde que fuese el que le escribía. Aunque se le interrumpiese mientras dictaba, jamás le oí equivocarse ni turbarse para reanudar la frase. Cuándo no conocía al corresponsal ó al solicitante, hacia una ó dos preguntas. Esto sucedia muy rara vez, porque, dotado de prodigiosa memoria, conocía no sólo á todos los oficiales del ejército, sino á todos los empleados y personas notables del país.
Gran conocedor de los hombres y del corazón humano, comprendía á primera vista para qué podía servir cada cual; y en muy rara ocasión se equivocó.
Leia mucho, a pesar del poco tiempo que sus ocupaciones le dejaban para la lectura. Escribía muy poco de su puño, sólo á los miembros de su familia ó á algun amigo íntimo; pero al firmar lo que dictaba, casi siempre agregaba uno o dos renglones de su letra.
Hablaba y escribía frances correctamente, é italiano con bastante perfeccion; de inglés sabía poco, apénas lo suficiente para entender lo que leía. Conocía á fondo los clásicos griegos y latinos, que había estudiado y los leía siempre con gusto en las buenas traducciones francesas.
Los ataques que la prensa dirigía contra él le impresionaban en sumo grado y la calumnia le irritaba. Hombre público por más de veinte años, su naturaleza sensible no pudo nunca vencer esta susceptibilidad, poco comun en hombres colocados en puestos eminentes. Tenía alta opinión de la misión sublime de la prensa, como fiscal de la moral pública y freno de las pasiones. Al buen uso que de este agente civilizador se hace en Inglaterra atribuía él la grandeza y moralidad del pueblo inglés.
Memorias del General O’Leary, Tomo XXVII, Página 486 – 489