La cara del juez

Asdrúbal Lopez Zuasnábar (El congo)

La primera vez que le iba a ver la cara a un juez llevaba ya casi cinco meses de
detención. Era una mañana de octubre y nos hicieron formar una fila que
atravesaba toda la plaza de armas de ese 5° de Caballería. Éramos cerca de cien.
Yo cerraba la fila. Estábamos débiles y después de unas horas de pie, inmóviles, el
cansancio se hacía sentir. Pero estar afuera, erguidos al sol de primavera era un
placer que hacía soportable hasta la sed. A media tarde el proceso de pasar uno a
uno se hizo muy lento y finalmente se atascó. Algunos de los que ya habían
entrado al improvisado despacho del juez militar sumariante salían, eran sacados,
y sin mayores cortesías llevados a las caballerizas. Comprendí que los llevaban a
las caballerizas porque cuando regresaban, los regresaban, estaban hasta los pelos
cubiertos de la paja de arroz que se usaba como cama para los caballos.
Tacuarembó era una zona arrocera. Algunos hombres lo comprobarían varias veces
ese día. Así, no muy presentables, regresaban nuevamente al juez mientras
nosotros, los que estábamos al final, seguíamos esperando. Ese día escuché por
primera vez advertir: “miren que los guerrilleros no mueren, desaparecen…” El
sol bajó sin preámbulos en algún lugar atrás de los cerros y así sin transición se
puso oscuro y fresco. Al fin cuando llegó mi turno y me hicieron pasar me
encontré con que allí quedaban sólo algunos oficiales de los ya conocidos, de los
del regimiento, que me comunicaron que el juez, un coronel de infantería, ya se
había marchado pero que me había procesado antes de irse. Unas semanas después
me levantaron la incomunicación y pude ver a mi padre. Sentados frente a frente,
separados por una larga mesa de tablas, me dijo que los diarios decían que me
habían pedido 30 años. Ahí me enteré. 30 años.


Me trasladaron a una prisión militar en el sur. El tiempo pasó. Ahí me dijeron un
día que había sentencia firme del juez de primera instancia: 20 años. Atentado
contra la Constitución. Esta vez no me hicieron esperar a la puerta de ningún
despacho. En realidad ni siquiera me sacaron de mi celda. De la Constitución
contra la que había atentado no quedaba ni el parlamento, ni el poder judicial y ya
ni siquiera el gobierno. Al juez no lo vi nunca y no recuerdo si supe alguna vez
cómo se llamaba. Era un coronel, creo que de artillería.


Un día, corría el octavo año, me enteré que me llevarían al Supremo Tribunal
Militar. Iba a ver a un juez, unos jueces, unos coroneles, por primera vez. En esos
días habían comenzado con la novedad de los juicios públicos. Algo sin
precedentes en Uruguay, ni siquiera en democracia. Entraba la televisión. El reo,
yo, tendría derecho de hacer su propio alegato y hablar durante cinco minutos.
También se podía declinar este privilegio. Había quienes decían que quizás sería
mejor no provocarlos. Me estuve preparando durante una semana. Esos días no
podía pensar en otra cosa. Escribía algunos apuntes para organizar mis
pensamientos y destruía los papeles rápidamente para evitar develar mis planes
antes del juicio. Y el día llegó. Era primavera o así son las imágenes que me
quedan de la carretera y luego de las calles de Montevideo; era primavera. Me
sentía radiante. Era un hombre de 29 años, cabello rapado, mameluco gris y manos
esposadas a la espalda. El ejército había cerrado la calle del Supremo con un
despliegue tan innecesario como halagador. Yo era un hombre peligroso. Detrás de
la barrera de soldados, en la bocacalle de abajo, por la calle Canelones, reconocí
entre los mirones a mi compañera. Me bajaron rápidamente y me escoltaron a
través de una cochera vacía. Las botas sonaban metálicas en el piso de baldosas.
Eran botas largas y rígidas. Soldados de caballería. Me sentaron en una silla de
asiento de paja, roto. El tiempo pasaba y las esposas se me estaban metiendo en la
carne y las ganas de orinar me estaban haciendo perder la concentración de lo que
diría a los señores del Supremo, a las cámaras de televisión, a mis compatriotas…
Por fin me llevaron al baño y el sargento prefirió abrirme las esposas antes que la
bragueta. Me las volvió a colocar más flojas y hacia adelante. Aunque ya era de
tarde y estaba sin comer no sentía hambre. De regreso a la silla me senté
procurando que no se desfondara e inicié ejercicios de respiración profunda. Me
fui relajando. Me quedé dormido. No sé cuánto dormí, quizás no mucho pero sí
profundamente. Me despertó un hombre con un uniforme parecido al de los
botones de los hoteles lujosos. Cargaba un libro de tapas rojas, enorme. Hizo que
me quitaran las esposas y que lo acompañara unos pasos hasta la cochera. Allí
abrió el libro, el texto era manuscrito y había en las páginas algunos espacios en
blanco para que yo firmara. No me permitió leer sino que me dijo que el Supremo
Tribunal Militar reunido en ese día y en ese lugar había decidido rebajar mi
condena de 20 a 18 años, que podía estar agradecido y contento, que firmara. 18 y
llevaba 8.


Cinco años después caía (o se iba) la dictadura y el gobierno electo nos dejaría ir.
Todavía podíamos disfrutar de un hermoso verano. Marzo. El año 13 me iría a la
calle sin haber leído la acusación y sin haberle visto jamás la cara a un juez.
alz. Tenerife 14-03-2001
Constitución de la República Oriental del Uruguay Artículo 12-
Nadie puede ser penado ni confinado sin forma de proceso y sentencia Legal