

Fredy Muñoz Altamiranda | Cambur verde mancha
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El capitalismo vende diplomados en agroecología, como la Inquisición vendía la salvación en bulas papales durante la Edad Media.
Ahora cualquier franquicia contaminante cree haber pagado su porción de desastre ambiental, con la infiltración del modelo que combatieron en los años sesenta. Pagar por contaminar es la forma como el Sistema recupera energía financiera como salida de su propio desastre.
Cuando la llamada Revolución Verde sintetizó en tres granos más de sesenta mil años de relación del hombre con la agricultura lo hizo para convertir la guerra contra el hambre en una máquina de hacer dólares. El maíz, el trigo y el arroz fueron las víctimas de una componenda financiera disfrazada de campaña por la alimentación en el mundo.
Después de la Segunda Guerra Mundial México fue obligado a hacerse un harakiri: la implantación de una infraestructura científica multimillonaria, a pocos kilómetros de su capital, con la excusa de mejorar la calidad del maíz, significó exactamente lo contrario. ¿Qué mejoramiento había que hacerle a un grano que ya tenía nueve mil años alimentando a la gran familia mesoamericana? Ninguno. O quizás si, el que Rockefeller y Borlaug acordaron: convertir el hambre en dinero.
En el llamado Centro para el Mejoramiento del Maíz y el Trigo en México se cometieron los primeros crímenes transgénicos contra semillas que hacían parte de la dieta prehispánica en este lado del mundo.
Más de cincuenta variedades de maíz nativo fueron escondidas para imponer engendros sintéticos resistentes a herbicidas y favorables a los vaivanes del mercado bursátil de los alimentos. El monocultivo de semillas patentadas se tomó los campos mexicanos durante treinta años de oscuridad agrícola, que sólo ahora están siendo revertidos por el sol naciente de la agroecología abrazada como causa por los pueblos.
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Variedades de trigo que no enfermaban a nadie fueron convertidas en monstruos vegetales cuyas moléculas de gluten son indigeribles para los seres humanos, y vaya alguien a saber cuántas “muertes naturales” fueron realmente el largo sufrimiento de personas que nunca descubrieron la lucha de sus organismos celíacos contra el trigo genéticamente modificado.
Y desde Filipinas se hizo lo mismo con el arroz, para imponerle al mundo asiático la compra, siembra y consumo de las semillas de Rockefeller y la FAO. Una campaña que más que librar al mundo de las hambrunas, las ha aumentado, porque fue realmente una cruzada por apropiarse de las semillas raizales para canalizar el consumo de sus síntesis de laboratorio.
Todo lo que la Revolución Verde dijo que haría, fue una mentira. Todos los esfuerzos científicos, técnicos, financieros, comerciales, administrativos y publicitarios que se utilizaron para vendernos esta etapa reciente de la Historia, sólo llegan a producir menos del 20% de los alimentos que la humanidad necesita para existir.

La agricultura familiar, la huerta, la finca pequeña, la rosa, el konuko, la chacra, alimentan al 80% de los seres humanos, en una batalla permanente de conciencia y supervivencia que se libra todos los días tanto en los surcos de tierra labrada con las manos, como en las cajas de pandora de los televisores y los teléfonos envenenados de redes sociales.
¿Alguien podría atreverse a decir una cifra sobre el precio exacto que paga el Sistema para mantener su mentira?
Podríamos sumar uno por uno los números de sus campañas por devolvernos al inicio del debate sobre la Revolución Verde: en ausencia de Rockefeller, Bill gates y su esposa intentan revivir una Revolución Verde en África para salvarla del hambre.
Llevan veinte años en eso y el hambre el África solo aumenta. Porque al hambre no la dinamiza la falta de comida, sino las guerras de los colonialismos otoñales que insisten en imponer sus esquemas de apropiación de recursos, para mantener vivo al capitalismo europeo y estadounidense. La tribuna de las Naciones Unidas, con su hijo albino, la FAO, van de un lado para otro según corra el dinero.
Mantienen una parasitaria red de oenegés que lo mismo llevaron las recetas de Rockefeller y Borlaug a los campos del mundo, como hoy se dan golpes de pecho con la última reedición de Altieri sobre la agroecología.
México se sacudió al maíz transgénico. Venezuela lucha con las corporaciones que no quieren soltar la teta del maíz sintético. Colombia es un desastre donde la palma africana para producir biodiesel ha desecado humedales por todo el país. En Ecuador la Bayer acabó con el aroma de su cacao de selva, con plantas nuevas que producen diez veces más que las nativas, pero es una pasta inodora e insípida.
Los exportadores de cacao transgénico compran cien toneladas de cacao sintético ecuatoriano para nivelar la ganancia, y la mezclan con diez toneladas de cacao ecológico venezolano para darle sabor y aroma.
Perú hizo reverdecer el desierto, hay alimentos creciendo en las arenas del Tihuantinsuyo, hermosos campos de arándanos que hoy emplean a técnicos recién graduados en agroecología, capaces de preparar miles de metros cúbicos de compost para las necesidades de consumo de estas plantaciones, que irán directo a los mercados exportadores, y que ni siquiera pagan en soles a bancos peruanos, sino en cryptos a cualquier off shore panameño.
El capitalismo es una peste. Se pega y corroe, daña y pervierte cualquier idea sana, cualquier acción original, cualquier obra limpia.
En algún lugar del mundo un botánico acucioso notó que las mariquitas, esos simpáticos insectos de caparazón rojo moteado, se alimentaban vorazmente de áfidos y pulgones. Entonces prescindió de los insecticidas de la agroindustria y les permitió a las mariquitas acceder masivamente a su huerta. Hoy el capitalismo persigue a las mariquitas, las encierra en un laboratorio y vende 250 larvas por cuarenta dólares. Así son.
Autor
Fredy Muñoz AltamirandaPeriodista, investigador y agroecólogoVer todas las entradas